Foto: Spencer Platt/Getty Images

Puede explicarse, aunque no justificarse, que la memoria de los atentados terroristas de 2001 prevalezca sobre la de la aprobación de la Carta Democrática Interamericana que se produjo el mismo día. Los atentados remueven aterrorizantes recuerdos del momento, la constatación inmediata de vulnerabilidad y las consecuencias materiales, geopolíticas y de seguridad global que desencadenaron y se extienden hasta el presente. Por otra parte, recordar el impulso hemisférico que desembocó en el compromiso democrático aprobado en Lima el 11 de septiembre de 2001 parece una tarea poco atrayente y hasta incómoda. Es así tanto para los que reconocen con pesar su abandono como para los no pocos que se regocijan por ello. Como resultado, unos y otros propician el olvido de un compromiso que nunca ha dejado de ser necesario y ahora lo es más que nunca.

La secuencia de desencantos y regocijos se alimenta en estos días en torno a la imposición de la reelección presidencial en El Salvador por poderes que perdieron su independencia ante el Ejecutivo; también ante el desafío del presidente brasileño al poder judicial en medio de su siembra de dudas sobre el sistema electoral y, en Nicaragua, ante la continuación de la escalada autoritaria en la represión y prisión de opositores para asegurar la tercera reelección de Ortega. Entre los vacíos de democracia –sin contar a Cuba, régimen negado por su esencia a reconocer obligaciones en materia de derechos humanos y libertades– se encuentran hoy los de Venezuela. La nuestra es una secuencia relevante, entre otras muchas razones porque el 13 de abril de 2002, tras el fallido golpe de Estado, nos convertimos en el primer caso de aplicación de la Carta Democrática. En su marco, la OEA respaldó el 14 de agosto de 2002 la instalación de una Mesa de Negociación y Acuerdos y participó en su facilitación hasta 2004, con la negociación y el seguimiento del bien concebido pero gubernamentalmente incumplido acuerdo del 29 de mayo de 2003.

En el continuado proceso de deterioro de la democracia que se aceleró con el ascenso de Nicolás Maduro al poder –para proseguir el accidentado recorrido de la Carta Democrática a través de la reveladora secuencia venezolana– se produjeron otros dos encuentros entre gobierno y oposición, propiciados por el primero ante la escalada de protestas. Tuvieron lugar entre febrero y abril de 2014 y entre noviembre y diciembre de 2016, en ambos casos con acompañantes, limitados en su función a la de testigos, en representación de la Unión de Naciones Suramericanas y, a petición de la oposición, de un representante del Vaticano. Entonces, en la Unasur, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños y en medio del debilitamiento de los compromisos democráticos regionales y subregionales, el gobierno venezolano aprovechó y cultivó su margen de maniobra fuera del marco de la OEA.

Ese alejamiento no impidió que desde la Secretaría General entre 2016 (junio) y 2017 (marzojulio y septiembre) se produjeran cuatro informes, construidos cual expedientes con la documentación de evidencias de erosión de la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho en Venezuela, es decir, con razones de sobra para activar la Carta Democrática. Esta fue invocada por consenso del Consejo Permanente el 3 de abril de 2017 ante las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia con las que este se atribuyó competencias fundamentales de la Asamblea Nacional. A finales de ese mes, el 27 de abril,  ante la gravedad de la situación y según lo previsto en la Carta Democrática, el Consejo Permanente aprobó convocar una Reunión de Consulta de Cancilleres. Tras sumar los votos para su convocatoria, se desarrollaron su primera sesión y una segunda sesión. En medio de la imposibilidad de aprobar resolución alguna y ya anunciado por el gobierno venezolano su retiro de la OEA, las democracias inconformes con la dificultad de lograr consensos y posiciones hemisféricas ante la crisis venezolana conformaron el Grupo de Lima, con la expresa voluntad de actuar en el marco de la Carta Democrática.

Los desconocimientos internacionales de la legitimidad de la inconstitucional Asamblea Constituyente, las primeras sanciones sectoriales impuestas por Estados Unidos y las protestas de 2017, sostenidas por varios meses y reprimidas con extrema violencia, recibieron intensa atención internacional. Se sumaron elementos al expediente de violaciones del Estado de Derecho y de erosión de la democracia pero, muy especialmente, al de violaciones de derechos humanos. Estas serían recogidas en el informe preparado bajo los auspicios de la OEA sobre la posible comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela (2018), que configuró el expediente presentado ante la Corte Penal Internacional, aún por cerrar la fase preliminar. Bajo esa presión externa e interna, se instaló la Mesa de Diálogo en República Dominicana, entre septiembre de ese año y febrero de 2018. Allí los cancilleres de dos países del Grupo de Lima -México y Chile- tuvieron un papel muy importante y activo, más allá de lo inicialmente previsto, en la construcción de un borrador de acuerdo que incorporaba temas institucionales. Lo hicieron en el espíritu –cabe añadir– de lo que la Carta Democrática define como condiciones para el desempeño democrático más allá de lo electoral.

La materialización del retiro de Venezuela la OEA se produjo en abril de 2019. Antes, en el marco de la Carta Democrática, el Consejo Permanente había acordado desconocer el período presidencial a iniciarse el 10 de enero de 2019 por ser el resultado de un proceso electoral ilegítimo, a la vez que destacar la autoridad constitucional de la Asamblea Nacional. A finales de junio de 2019 fue aprobada la incorporación de un representante del Gobierno Interino, argumentada en el marco de la Carta Democrática.

Cambios políticos regionales fueron, sin embargo, debilitando no solo el alcance de las resoluciones de la OEA, sino su capacidad de incidencia en los limitados términos previstos por la Carta Democrática. Ahora, entre algunos gobiernos reaparece el recurrente discurso sobre la necesidad de desplazar a la OEA.

En esos giros políticos recientes y de los que pudieran producirse como resultado de elecciones y reelecciones por venir, no se perfila una reedición de los aspectos más rojos de la “marea rosa”, polarizadores entre supuestas “izquierdas” y “derechas”. Lo que se va asomando es la generalización de la indiferencia ante la pérdida de libertades y derechos, en situaciones de creciente asimetría entre, por un lado, las capacidades de la resistencia democrática y, por el otro, la disposición gubernamental justificar sus abusos de poder. Se manifiesta una vez más, con insistencia, el argumento-lema-pretexto de la no intervención, no pensada como protección de la autodeterminación democrática, sino como escudo ante el escrutinio de los abusos gubernamentales, ajenos y propios.

En suma: hay que volver a leer la Carta Democrática Interamericana, desde su primer y fundamental artículo, recordarlo y recordárselo a los gobiernos de nuestro hemisferio. Hay que trabajar para fortalecerla, sin olvidar una de las grandes advertencias sobre los riesgos tras los ataques terroristas de hace veinte años: sin libertad no hay seguridad.

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