¿Para qué pensar el mundo y todo lo que ello representa? ¿Tal vez el tiempo de pensarlo ya caducó? Nuestras historias, la creativa y la formal, se habían venido ocupando de ello en forma densa, intensa y extensa sobre nuestra condición y vicisitudes. Así fue como nacieron los mitos, es decir, apareció la cosmogonía. Y luego nacieron los eruditos, aquellos de incapacidad manifiesta para entender a sus parientes, vecinos y paisanos –así como sus requerimientos más primitivos que expresaban de forma oral–, quienes crearon la cosmología, a la cual llevaron a categoría de erudición y, palabras más palabras menos, la definieron algo así como: “La ciencia que estudia el origen y la evolución del universo como un todo”. Sin embargo, y si a ver vamos, esta es tan empírica como aquella, porque ¿dónde está el protocolo que documenta las leyes que ellos aseguran son los orígenes del universo?

En pocas palabras, la poesía que se manifestaba de forma libérrima en los mitos, fue expropiada por un grupo de analfabetos talentosos con pretensiones de ilustrados, y les cosieron un traje al alcance de sus limitados saberes. Y si algo de eso les resulta familiar con lo que vivimos ahora es porque las maneras se han depurado. Hoy vemos cómo se imponen bozales feroces contra todos aquellos que nos resistimos a pensar de forma “políticamente correcta”. La condena es aún más segregativa que la sufrida desde tiempos bíblicos por los enfermos del mal de Hansen. Pides transparencia en el acto político, así como a sus “dirigentes”, y te conviertes en un leproso desahuciado; ahí no sirven de nada las investigaciones que hizo Convit sobre dicha enfermedad.

Ha de decirse que son oleadas que han recorrido el orbe entero en diversas oportunidades. Las ha habido para todos los gustos y colores, tal vez una de las más recurrentes ha sido la relacionada con el fin del mundo. Una de las primeras hecatombes anunciadas fue la de la destrucción de Roma en el año 741 antes de Cristo, y eran tiempos en los que la llamada ciudad eterna era considerada el centro –¿o debo decir la centra?– del mundo –y ya saltará más de un militante trasnochado a denunciar el europocentrismo inherente en dicha frase–. Más tarde, de nuevo en Roma, fue el tercer Papa, san Clemente I, quien hizo la misma predicción en el año 90 de nuestra era.

Varios siglos más tarde, y con unos cuantos vaticinios similares de por medio, le tocó el turno a Thiota, una profetisa cristiana herética, del sur de la actual Alemania, quien proclamó que el Juicio Final ocurriría en el 848. Otra ola de pavor que circuló fue alrededor del primero de enero del año 1000. En el siglo XVI el matemático y cura Michael Stifel, alemán por supuesto, anunció que a las 8:00 de la mañana del 19 de octubre de 1533 comenzaría el Juicio Final. En 1669 el frenesí llegó a la tierra de Putin, donde alrededor de 20.000 cristianos rusos se inmolaron convencidos de que ese año era el acabose. En el siglo XIX la fiebre apocalíptica cruzó el Atlántico y el 19 de noviembre de 1822, luego de un sismo, de esos que solo Chile conoce, en Copiapó, en el norte de ese país, una monja profetizó que el día siguiente a las 11:00 de la mañana llegaría el fin del mundo. Los anuncios de similar tenor han sido de todo orden, muchos deben recordar la vorágine alrededor de la supuesta predicción maya para el 21 de diciembre de 2012. Hasta el canal televisivo History Channel –para escarnio de CNN– afirmó, basándose en la mitología vikinga, que el cataclismo final nos alcanzaría el 22 de febrero de 2014.

Y así como con todas estas manifestaciones de la escatología, ha habido y hay numerosas manifestaciones rayanas en la locura colectiva, que siempre ha nacido de las clases “regentes”. Hoy vemos al mundo sacudido por la ya citada “corrección política”. El tema del momento es la discriminación racial, por cierto una segregación bastante sui géneris para decir  lo menos. El mundo entero se manifiesta con indignación absolutamente justificada ante el asesinato de un hombre de raíces africanas por parte de un policía de claro origen sajón, pero ese mismo planeta permanece inmutable ante el oficial policíaco que golpea indiscriminadamente a un hombre de origen hispano, ni hablar de los descendientes africanos que cada día mueren a manos de sus congéneres. Por lo visto hay violencia que se condena y otra que no puede ser cuestionada.

El ditirambo reinante en torno a la moda racial es de tal calibre que hasta hay quienes cuestionan el color de las galletas Oreo, consideran que su color característico es una manifestación flagrante de racismo. Supongo que, al ritmo que vamos, en breve oiremos clamar por la suspensión de la explotación petrolera, ya que esa es la suprema manifestación de la explotación del negro por el mundo. Es sobre la explotación de la energía producida por el oscuro fluido que se ha estructurado este mundo injusto y segregador. Pronto veremos a fervorosos militantes llenar las principales avenidas del mundo portando luminosas pancartas exigiendo la libertad del esclavizado fluido.

Por aquello de que el que calla otorga, no puedo conceder mi silencio a este caudillaje electrónico de nuevo cuño. Allá quienes soportan callados a esa plaga que se pasea con ropaje casual de eruditos estériles e inquisidores insufribles.

© Alfredo Cedeño

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