Foto EFE

Si Ud. vicha la TV argentina, puede hacerse una panzada con el presidente Alberto Fernández. Un show diario. Dice, se desdice y se contradice. Esta semana dijo que en Argentina hay demasiada libertad de prensa, “que se hace un uso desmedido de la libertad”, pero que él jamás había hecho nada para limitar esa libertad. No es verdad. Miente; él, en esa materia, es un viejo y conocido truhan.

Hace cuatro años escribí que a Alberto Fernández se le atribuía “ser el artífice de la ‘grieta’…” y “un militante enemigo de la libertad de expresión”. (Candidato muy peligroso, junio de 2019).

Conté que en su despacho ministerial, cuando era jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, “se concretó más de una ‘ablande’ y varios ‘acercamientos’ de importantes figuras del periodismo argentino”. Él mismo afirmó a una misión de la SIP que es así , “que el (su) gobierno discriminaba entre la prensa que es amiga y la que es enemiga” .

Alberto Fernández solo ha sido coherente respecto a la libertad de expresión; está en contra. Por eso entiende que hay demasiada libertad de prensa.

Pero, ¿cuál es el límite? Esa es la cuestión.

Se trata de la libertad de expresión; la primera de todas por cuanto custodio de las restantes. La preguntas serían: ¿como ciudadano, se está dispuesto a admitir que le digan qué es lo que puede saber, oír, leer o ver? ¿Quién es ese “ser superior” facultado para decirnos qué tenemos qué leer, oír o ver y sobre qué podemos informarnos, informar u opinar?

Las repuestas son: no y nadie; en consecuencia, no hay límites. Es un derecho y libertad del ciudadano, que no es patrimonio de nadie -ni de los periodistas tampoco-, y que es  indelegable: en ello se sustenta la democracia. Hay que llevar cuenta diaria de cómo manejan nuestros asuntos aquellos a los que hemos delegado parte de nuestro poder.

Hay límites, por supuesto: los que marcan otros derechos como a la privacidad, intimidad, u honor e imagen. Para cuidar de ellos hay leyes y están los jueces.

Pero el amparo no es el mismo para todos; está el ciudadano común para el que las garantías deben ser plenas y están las figuras públicas, los funcionarios y los propios periodistas.

Las figuras públicas, las que piden ser elegidas, que lo hacen por voluntad propia, saben que están expuestas al escrutinio público. Ese es el trato. Igual con los funcionarios, a quienes nadie obliga a serlo. A todos ellos los ciudadanos les cedemos poder y les pagamos un sueldo. Son nuestros empleados y tenemos derecho y la obligación de controlar cómo cumplen sus tareas. Cómo se portan. Hay un contrato y por él se acotan ciertos amparos. Pueden recurrir a la justicia civil; ir a la penal es mordaza.

Los periodistas, a su vez, cuentan con ciertos privilegios, pero hay normas que lo limitan en su profesión: no mentir a sabiendas, no actuar con negligencia o real malicia. Además, reglas profesionales que los obligan. (Prefiero no hablar de ética, porque ¿quién decide qué es ético y qué no?). De cómo se ajustan a esas reglas depende su credibilidad y su prestigio y también su propio negocio.

La transparencia es a la profesión. Si informan u opinan, si son “informadores interesados”, -como funcionarios o al servicio de funcionarios- o periodistas y militantes a la vez, ello debe quedar claro. Debe saberse. Si son “operadores” y confunden el interés del público con sus intereses personales -partidarios, ideológicos o materiales-, eso se tiene que saber. Porque también es noticia y debe ser informado.


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