Durante años, los defensores de la libertad de expresión se han quejado de que las universidades protegen a los estudiantes de discursos incómodos a expensas de la libertad de expresión. Ahora que la retórica es dolorosa para los judíos (los chivos expiatorios más convenientes de la historia), los administradores de las universidades se sienten, de repente, comprometidos con la libertad de expresión.

Cuando a las presidentas de Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) y la Universidad de Pensilvania se les preguntó en una audiencia del Congreso sobre el antisemitismo en los campus si «instar al genocidio de los judíos» violaba los códigos de conducta de sus instituciones, Sally Kornbluth, del MIT, explicó que podría constituir acoso «si va dirigido a individuos, no como declaraciones públicas». Claudine Gay, de Harvard, afirmó que «puede serlo, dependiendo del contexto», y añadió: «Cuando raya en una conducta que equivale a acoso, hostigamiento, intimidación…». Y Elizabeth Magill, de la Universidad de Pensilvania, respondió a Stefanik: «Si el discurso se convierte en conducta, puede ser acoso», y concluyó: «Es una decisión que depende del contexto».

Estas respuestas desconcertaron a la mayoría de los observadores. Pero lo que afirmaron las tres rectoras era jurídicamente correcto y habría tenido sentido para cualquier institución que fuera, de hecho, una firme defensora de la libertad de expresión. Harvard ocupa el último lugar en la clasificación de la libertad de expresión universitaria que realiza la Fundación para los Derechos y la Expresión Individuales (FIRE, por sus siglas en inglés), con una calificación de «pésima» y una puntuación que hubo que redondear a cero. Solo el 30 por ciento de los alumnos de Harvard afirmaban que nunca es aceptable hacer callar a un orador. Más de la mitad dijo que puede ser aceptable impedir que otros estudiantes asistan a un discurso en el campus. Y el 30 por ciento respondió que puede ser aceptable utilizar la violencia para detener un discurso en el campus.

A lo largo de la audiencia, los miembros del Congreso presentaron un caso tras otro de sanciones en el campus por discursos mucho menos objetables para la mayoría que instar al genocidio de los judíos. Para «contextualizar», en 2019, unos estudiantes universitarios acusaron a Ronald Sullivan, catedrático de derecho de Harvard y abogado defensor de causas penales, de hacer «que se sintieran inseguros» por la disposición del letrado a defender al acusado de violación Harvey Weinstein. Como consecuencia de aquello, Sullivan, uno de los académicos más capaces de Harvard, fue destituido como decano de un internado universitario. Pero hasta ahora, nadie ha sido despedido o expulsado por defender vehemente y repetidamente a los terroristas de Hamás que violaron en grupo a judíos, y hacer que los estudiantes judíos se sientan inseguros. Ahora es previsible que los alumnos judíos se encuentren habitualmente con cánticos como «gloria a los mártires» (que asesinaron, violaron, secuestraron y torturaron a judíos), «globalizar la Intifada» (un levantamiento violento que tiene como blanco a los judíos) y «del río al mar, Palestina será libre» (en referencia a la destrucción del Estado judío de Israel, que existe entre el río Jordán y el mar Mediterráneo).

En esta coyuntura, el 8 de octubre, un día después de que Hamás perpetrara atrocidades masivas en Israel, el grupo universitario pro Hamás Estudiantes por la Justicia en Palestina (SJP, por sus siglas en inglés) difundió por todo el país invitaciones a asistir a concentraciones en los campus por «la resistencia» en las que aparecía la imagen de un parapente motorizado, del tipo utilizado por los terroristas que violaron y masacraron a los jóvenes que asistían a un festival de música. (El acrónimo «Hamás» significa Movimiento de Resistencia Islámica). ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Ahora que el antisemitismo descarado se considera inaceptable, entre los nuevos eufemismos para referirse a los judíos están «sionista», «ocupante», «colonialista», «colono» y «opresor». Los alumnos han sido adoctrinados en una visión del mundo en la que la virtud no reside en el individuo, sino en la impotencia percibida de los grupos. Este paradigma está impregnado de narrativas de privilegios inmerecidos, apropiación, codicia y poder oculto; teorías de la conspiración antijudías apenas veladas en las que la «blancura», y no la condición judía, es tanto el villano como el centro del poder. Y los judíos están codificados como «blancos».

En este paradigma, la moralidad de un acto ya no se mide en función del acto en sí. Tampoco está relacionada con la intención del que lo comete. Es únicamente una función del poder relativo percibido de la identidad grupal del que comete el acto. Los que son vistos como opresores nunca pueden tener razón o ser buenos, y los que son vistos como oprimidos no pueden hacer nada malo, independientemente del mal que hagan. «La ideología a la que se aferran demasiados estudiantes y profesores, la ideología que únicamente funciona a lo largo de ejes de opresión y que sitúa a los judíos como opresores y, por tanto, intrínsecamente perversos, es en sí misma perversa», escribía el rabino David Wolpe en su carta de dimisión del grupo de trabajo sobre antisemitismo de Harvard días después de la audiencia del Congreso. «Ignorar el sufrimiento judío es perverso. Menospreciar o negar la experiencia judía, incluidas las atrocidades indecibles, constituye una catástrofe enorme y continuada. Negar a Israel la autodeterminación como nación judía que se concede irreflexivamente a otros es endémico, y perverso».

Aunque la defensa de la libertad de expresión en los campus es loable y necesaria, no es de extrañar que proliferen las demandas por discriminación antisemita derivadas de la aplicación selectiva de las normativas de los campus. Para evitar problemas de aplicación selectiva, las administraciones universitarias tienen dos opciones: pueden censurar el discurso que los estudiantes judíos consideran de odio del mismo modo que censuran todas las demás formas de discurso consideradas de odio por diversos grupos identitarios; o pueden poner fin al uso de códigos de expresión y ceñirse a normas que protejan la expresión al tiempo que castigan el acoso, las amenazas, la intimidación y la creación de un entorno hostil.

Sería un error que las universidades promulgaran códigos de expresión diseñados para censurar la retórica antisemita. Pueden hacer frente al acoso, la intimidación y la discriminación contra los judíos no mediante una reevaluación de las normas de libertad de expresión, sino reforzándolas, aclarando las definiciones y apoyándose en los límites existentes a la libertad de expresión y en otras leyes que prohíben a las universidades permitir que sus campus se conviertan en entornos hostiles. Para ello, sin embargo, es necesario desmantelar la ideología venenosa que silencia el discurso desfavorable, mantiene en vigor el antisemitismo e impide a las personas ver el antisemitismo en el que participan. Solo entonces el entorno para el debate en los campus será verdaderamente libre. Y solo entonces podrán prosperar verdaderamente todos los estudiantes.


Pamela Paresky es investigadora principal del Network Contagion Research Institute y asesora del Open Therapy Institute y del Mindful Education Lab de NYU

Artículo publicado en el diario ABC de España


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