«Ave paraíso» de Leyson Ponce. Foto: Miguel Gracia

Fue una coincidencia en medio de la diversidad. Hace dos décadas tres coreógrafos altamente representativos dentro del panorama de la danza contemporánea venezolana de finales del siglo XX, y una bailarina de excepción, se unieron para concretar una experiencia que buscó exaltar con la misma intensidad la condición de creador y la de intérprete.

De cuerpo trenzada resultó una triada de obras que bien hubieran podido ser una sola, dada la sólida unidad de estas propuestas que indagaban particulares universos ideológicos y estéticos sobre la feminidad. Luis Viana, Leyson Ponce y Rafael González lograron ofrecer, cada uno dentro de su particular mundo creativo, una depurada síntesis de sus ideales como agudos manipuladores de sentimientos y veteranos hacedores de movimientos, a través del cuerpo sensitivo y dúctil de Rosaura Hidalgo. Juntos, se internaron en un ejercicio de consenso y de búsquedas colectivas con resultados ejemplares, vistos en una temporada presentada en julio de hace 20 años en la experimental Sala Rajatabla.

“Ave paraíso” de Leyson Ponce, la obra inicial del ritual, exploraba con extrema sencillez en un reducto poético, donde las referencias mitológicas dan con la clave de esta introspección sutil en lo esencialmente femenino. Limpia su atmósfera, simple y sin artificios su movimiento, solo el abarrocado elemento escénico en el fondo del escenario, ofrecía algún indicio del personaje: ¿Una flor exótica o un ángel caído?

Con “Aeriforme”, Luis Viana llegaba a situaciones contracorriente. Las de un ser extremo, doblegado y vapuleado, que no es dueño de sus pasos ni de su vida agotada. Pequeña pero gran obra hecha de lenguajes expresivos y abstractos, en apariencia encontrados, pero finalmente coherentes, que permitía apreciar la simbiosis profunda, casi una complicidad, entre creador y ejecutante.

«Aeriforme» de Luis Viana. Foto: Javier Gracia Blanco

Rafael González asumió riesgos evidentes, convirtiendo el espacio escénico en un amplio laboratorio de movimientos y de sensaciones. “Aqua” llevaba el sello inquietante del experimento. La bailarina danzaba con libertad, haciendo de la limitación representada por el piso humedecido, una nueva posibilidad creativa. Con soltura se desplazaba, retando constantemente al equilibrio. Su danza era expansiva. Se deslizaba. El movimiento constante dentro del ámbito acuoso era un acto de comunicación y brindaba regocijo estético.

«Aqua» de Rafael González. Foto: Miguel Gracia

Fueron tres universos que encontraron en Rosaura Hidalgo su punto de partida y su centro fundamental. La notable bailarina hilvanó con claridad el trío de discursos al seguir las propias visiones de su  cuerpo, orgánico, expresivo y plástico a un mismo tiempo, y evidenciar las elevadas cualidades de su personalidad escénica: frágil, desorbitada y desaprensiva en cada caso. Una intérprete gratificante más allá del virtuosismo, que sorprendía por su honda conciencia corporal.

En De cuerpo trenzada el planteamiento escénico, sobrio y funcional, apostaba tanto a la profundidad conceptual como a la exigencia formal, atendiendo, además, a las implicaciones emocionales que le eran esenciales. Los tres avezados creadores depuraron sus particulares convicciones sobre la danza como hecho de creación, mientras que la versatilidad de su bailarina reafirmó su definitiva condición de intérprete. La recepción de público fue entusiasta. La triada en referencia se convirtió en un acto escénico de culto.


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