Ante la pandemia que nos ha tomado por sorpresa y que no es fácil comprender en toda su magnitud, ha resultado peligrosamente útil valerse de la metáfora de la guerra, de la que se puede pasar fácilmente al símil en el que las palabras, los medios y las acciones de confrontación del enemigo toman la escena. Son muchos los gobiernos que lo van asumiendo así, en medida diversa, incluidos también en los extremos aquellos que ignoran la epidemia y los que penalizan la mención de su nombre en actitud de atrincheramiento que, antes que proteger, expone irresponsablemente a sus países y al mundo.

Hay por supuesto distinciones importantes que hacer. Una cosa es, desde la franqueza y sentido de la responsabilidad en el buen informar y orientar, presentar la gravedad de la situación recordando los estragos humanos y materiales de una guerra. Otra muy distinta es que, con menos transparencia y sentido de sus efectos y consecuencias, se asimile discursiva y logísticamente con una guerra a la faena que impone la atención de la emergencia y que, de ese modo, se justifiquen medidas y prácticas sin consideración del marco de referencia humano, científico y jurídico-político que corresponde. Tanto peor, en este caso, si lo que subyace al discurso es una noción de guerra existencial, en la que todo se vale. Es algo sobre lo que se viene escribiendo, hace tiempo y ahora, pero no sobra insistir desde Venezuela.

Es de recordar una y otra vez el discurso de la canciller de Alemania,  Ángela Merkel, del pasado 18 de marzo, digno de lectura y relectura, en el que la mención de la guerra de tan traumáticas memorias para los alemanes es presentada como referencia de solidaridad social para la reconstrucción, no sin antes mencionar -y no por azar- los retos del reencuentro: “Desde la reunificación de Alemania, no, desde la Segunda Guerra Mundial, no se había planteado a nuestro país ningún otro desafío en el que todo dependiera tanto de nuestra actuación solidaria mancomunada”.  Añade luego una precisión imprescindible: “Somos una democracia. No vivimos de imposiciones, sino de conocimientos compartidos y participación. Esta es una tarea histórica y solo podemos superarla unidos”. Allí el tema no es la confrontación ni la imposición de medidas sino la racional y razonable, necesaria y convenida conjunción de esfuerzos.

Son muy distintas las referencias a la “guerra contra el coronavirus” que en dichos o en hechos encuadran a la pandemia en esos términos. Así ocurre con el acento de discursos y políticas de confrontación o competencia entre gobiernos y organizaciones internacionales y no gubernamentales con el que se subestima, desalienta o instrumentaliza la cooperación indispensable para la atención eficaz de la pandemia en todos los ámbitos: desde la investigación y la información hasta el asesoramiento y apoyo; también desde el cuidado al personal de la salud hasta la consideración humana de los pacientes, ambos tan incomprendidos y maltratados con lenguaje y prácticas propios de una confrontación bélica. Visto al interior de los países, en un mundo y circunstancias que ofrecen poca resistencia a las prácticas autocráticas, la tentadora asimilación de la pandemia a una situación de guerra se está manifestando en la imposición de restricciones y medidas que, con o sin declaración formalizada de estados de excepción, exceden lo proporcional y legítimo para el control de contagios; la concentración de poder sin contrapesos, la militarización de la ejecución de medidas y el uso de la fuerza más allá de lo requerido para el mantenimiento del orden público; los obstáculos a las iniciativas de solidaridad y concertación social, política y económica, y el monopolio político de la información en desmedro de la difusión de evaluación técnica. Si a esto se añade, en los países más vulnerables, la ausencia de lo que un análisis reciente de Francis Fukuyama identifica plausiblemente como condiciones para la respuesta eficaz a la pandemia -capacidad institucional del Estado y confianza en el gobierno- el discurso y las respuestas de tono belicista no dan para buenos augurios en lo inmediato ni en adelante, para el sobrevivir ni para la recuperación de condiciones sociales, materiales e institucionales de vida digna.

El reto individual y colectivo es tremendo. Se trata de asimilar que se trata de una epidemia de alcance global de la que nadie está a salvo y que está afectando todas las esferas de la vida por tiempo indefinido. Que atraviesa fronteras, sociedades y desafía certidumbres. Que aunque las respuestas iniciales han sido fundamentalmente nacionales, el problema es mundial y, como tal, requiere transparencia en información y movilización intensa y extendida de cooperación en todos los ámbitos. Que, en suma, tanto los efectos inmediatos de la pandemia como sus secuelas anticipables confirman el altísimo grado de interdependencia mundial en lo malo y en lo bueno, así como el imperativo de actuar en consecuencia para transitar del mejor modo posible lo uno y lo otro, a través de la renovación de acuerdos y recursos internacionales que las crisis presente y venidera aconsejan fortalecer. Nada más distante del lenguaje y las estrategias de guerra.

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