En varios de mis artículos anteriores he afirmado que el tema sobre el hombre es inagotable. Sí, verdaderamente lo es, pero bastante más difícil, por no decir imposible, sería intentar hacerlo en un artículo de prensa habida cuenta de su extensión. En su lugar, y para cubrir ese espacio, tomemos conciencia de que el hombre o, mejor, los seres humanos somos los únicos autores de la cultura, buena parte de ella asentada graciosamente sobre el mejor pedestal, sobre la bella naturaleza, ¡qué satisfacción, qué consuelo!

La afirmación anterior tiene su fundamento, su razón de ser, en algo que no escapa a nuestra vista, el mundo está lleno de cosas: las naturales y las hechas por el hombre, ambas indudablemente de incalculable valor. Sí, dignos lectores, todos lo sabemos, la cultura existe gracias a la sobrevivencia de los seres humanos que se han ocupado y  siguen apegados a ese creador oficio con el propósito de enriquecerla y abrir caminos en su afán de ser útiles a la humanidad.

Entre los tantos inventos del ingenio humano contamos con estas dos bases fundamentales de la cultura: la escritura y la lectura, en ellas fundamentamos la difusión y el engrandecimiento de la cultura.  Con el relevante  invento de la primera el hombre le puso fin a la prehistoria y con ella empezó la cultura no ágrafa. Narra la historia que la escritura apareció, rudimentariamente, en la Mesopotamia allá por el año 3.300 a de C., actividad que se debió a la cultura que poseían los sumerios, a éstos en ese camino le siguieron en tan importante actividad los asirios, los babilonios y, más tarde, los egipcios. Y fue durante el segundo milenio, antes de la era cristiana, cuando apareció la escritura alfabética, gracias a la invención del alfabeto por los fenicios, lo cual dio origen al nacimiento de los alfabetos modernos.

Bien lo sabemos, escribir es una de las formas de llegar a las demás personas. La escritura es la gran tecnología para la información y la comunicación, y constituye la materia prima,  o mejor, el más rico material para almacenar cultura. Sin ese prodigioso invento no se hubiesen escrito la Biblia, la historia ni la filosofía, como tampoco contaríamos con las grandes obras literarias  ni existirían textos de ciencias.

Escribir, hablar, escuchar y leer son las inteligentes formas de comunicarnos los seres humanos,  son así como las armas de la cultura. Cada país tiene su idioma. Nosotros tenemos el castellano –quien aquí escribe prefiere este vocablo al de español, pues este nos suena más a gentilicio, a nacionalidad–. Nuestro bello castellano posee un ancestro bien lejano. Lo tuvo en Roma cuando, allá por el año 218 a de C., empezó la conquista y la colonización de la península ibérica. Durante el lapso de unos 200 años los romanos fueron desplazando a los iberos, a la vez que imponían su gobierno y trasladaban a la península la rica y variada cultura romana en cuanto a ingeniería, vías de comunicación, acueductos, técnicas agrícolas y todo tipo de construcciones. Al mismo tiempo llevaban a la península la organización civil, política, jurídica y militar del derecho romano. A esa culturización el profesor Oscar Sambrano Urdaneta en su obra Apreciación literaria, la denominó “romanización de la península ibérica”.

Nuestro bello castellano es una  lengua romance, derivado del latín que se oficializó en España luego de su unificación, en el siglo XV, reforzado con la ordenanza dictada por Alfonso X, el Sabio, al establecer la obligación de que en ese idioma, y no en latín se escribieran tanto los datos históricos como   todos los instrumentos públicos.

Se escribe para leer en el presente y también en el futuro, para comunicar, difundir y enseñar. En esa importante actividad pedagógica no solo enseñamos, también aprendemos; pues para escribir necesitamos acudir a buenas fuentes, investigar, documentarnos y leer mucho. En aquel lejano ayer nos enseñaron a leer y a escribir, ahora la tarea es nuestra.

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