I

El frío típico de los Altos Mirandinos cambiaba considerablemente entrando la Semana Santa. Comenzaban a volar las hojas secas de los árboles. La sirena del camión de bomberos sonaba a lo lejos; había agua para apagar los incendios que ocurrían espontáneamente o a propósito en terrenos baldíos y lomas secas por el sol.

En esos días comenzaban a llegar a casa del doctor los cocos. No uno ni dos, varios, porque nada le gustaba más que los dulces típicos de la Semana Santa. Los hacían en casa, pero también sus pacientes y amigos le regalaban.

Así, la familia sabía de dónde provenían los obsequios. “Este es el majarete de la señora Fulana, porque ella lo hace con azúcar, no le gusta el papelón”. “Este es el arroz con coco de Sutana, que no tiene nada de coco”. Se trataba de una degustación, pero al final se los comían todos.

II

La panela esa que venden en los supermercados de “papelón” no se veía por entonces. Lo que se compraba tanto en las bodeguitas como en los supermercados era el verdadero papelón, un trozo sólido marrón oscuro en forma de cono con punta redondeada con profundo olor a melaza y que venía envuelto en las capas secas de tronco de la mata de plátano.

Los jueves había pelea de cocos en el patio de la casa. Nada de abrirlos con un martillo. Primero, el doctor con uno de los muchachos, para enseñarle cómo se tiene que agarrar el coco para recibir el golpe y cómo para dar el carajazo. Luego, los dos hijos. El secreto está en no exponer la vena porque si se golpea por allí, se abre fácil.

La mamá recogía el agua y se llevaba los trozos para “escorarlos” al calor de la hornilla encendida. Esto hace que la carne se separe de la concha y no hay que hacer mayor esfuerzo. Lo sabía ella bien, que vio y ayudó a su madre a hacer ese trabajo para luego sacar el aceite de coco con que prendían las lámparas en las noches oscurísimas de Paraguachí.

Y después, a rallar. Nada como un poquito de coco rallado con un trocito de papelón. Era la consentidera de la mamá con los muchachos. El proceso era largo pero era parte de la diversión de los días libres.

III

Al majarete hay que darle paleta para que agarre la consistencia adecuada. El arroz con coco requiere paciencia si lo quieres realmente cremoso. Nada de añadirle leche condensada y esas cosas que se popularizaron después para facilitar la cosa.

Ni hablar de las conservitas que hacía la esposa del doctor con el coco rallado que quedaba. Al salir del caldero extendía la mezcla de coco y papelón en una tabla para que se enfriara y luego las cortaba en rombos. “Así lo hacen en Margarita”. Las hojitas de naranja para servirlas las agarraban del jardín.

Para los días sin comer carne el doctor recibía regalos. Pisillo de chigüire, de lapa, de venado, pastel de morrocoy (pobrecitos todos) y un largo etcétera. Eran sus manjares y nadie se los peleaba.

En donde todos estaban de acuerdo era en lo que habían cocinado a partir de ingredientes tan sencillos y nobles como la leche de coco, el papelón y la canela.


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