No soy arquitecto, pero hubiera podido serlo. Nació esa vocación –que acabó desviándose– desde que conocí vestigios de edificaciones históricas en Guanajuato, Puebla, Jalisco, San Luis Potosí, Oaxaca, Campeche, Yucatán. Y ya después y de manera demorada, al recorrer las calles y los monumentos de la ex “Ciudad de los Palacios”, como bautizó a la  Ciudad de México, el Alexander von Humboldt.

Siglos después, a la “Muy Noble y Leal Ciudad de México” don Alfonso Reyes la rebautizaría como “La Región más transparente del Aire” –y dio paso al título de la gran novela de Carlos Fuentes– . Hoy en día, ese apelativo parece broma. Es muy alta la contaminación ambiental que sufre el valle del Anáhuac: los portentosos centinelas de nuestros bellísimos volcanes, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, apenas se asoman ya.

No transité académicamente por la historia de los múltiples “Hábitat”. Lo fui haciendo empíricamente, y a través de numerosos viajes que me llevaron, durante un periplo de medio año por Europa, a recorrer el rico mapa del viejo continente; luego, hice acopio de otras nociones durante mis residencias, y estancias prolongadas en núcleos emblemáticos y milenarios, en El Cairo, Nueva Delhi, Atenas, Barcelona, Par[is, La Habana, Cartagena de Indias, Río de Janeiro o ahora, en la ciudad de mayor altitud del continente (4.000 metros, como la capital del Tíbet), La Paz, Bolivia, donde los estratos humanos y sedimentos geológicos preservan huellas de un pasado precolombino, colonial y de evolución moderna de compleja riqueza. Su historia urbana impresiona al contraste del paisaje de formaciones caprichosas que prefiguran torres góticas y almenares como de castillos infantiles de arena.

Aunque confieso que mi paulatino descubrimiento de la ciudad andina oscila entre cierto embeleso y dosis de frustración; impacta descubrir ruinas modernas de un noble pasado arquitectónico. Se lamenta, a veces también, un descuido latente, producto de un descaso estilístico o de la falta de recursos económicos. Claro, aquí tal vez exagero la nota. El deterioro de nuestros paisajes urbanos en América Latina tiene causas diversas y muy serias. Una de mis primeras experiencias en el tema fue haber cubierto, en mis primeras experiencias periodísticas, un encuentro de restauradores que convocó en México el Icomos (Consejo Internacional de Monumentos y Sitios, ligada a la Unesco). A partir de allí tomé plena conciencia de la necesidad de preservar y rescatar nuestros valores arquitectónicos y de procurar una cuidadosa integración armónica con los estilos más nuevos.

II

Y ahondando en el tema que me fascina cuando me involucro en lo que va revelando una nueva ciudad, suelo rememorar la obra de figuras fundacionales, como Le Corbusier. No hay arquitecto que desconozca las propuestas y soluciones técnicas de un creador como las que propuso el genial artista originario de La Chaux-de-Fonds, ciudad relojera suiza. Ya he utilizado varios adjetivos para hablar de este maestro de la construcción y faltan más calificativos: urbanista, ensayista, teórico y artista plástico. Charles-Edouard Jeanneret fue su verdadero nombre. Se puede afirmar que su modificación de los espacios comenzó con la transformación de un nombre que recuerda en su raíz francesa a un ave rapaz y más de cerca al cuervo. Este, en todo caso lo fue de buen agüero. Todo lo que tocó lo convirtió en una celebración dorada que trascendió a su muerte, nadando en Cap-Martin en 1965.

Es menester amar el paisaje para atreverse a modificarlo con responsabilidad utilitaria y estética. Hombres como Le Corbusier fueron expertos que dejaron lecciones muy altas, entre ellas, el respeto al entorno para erigir lo nuevo. Le Corbusier dejó su huella en muchos países, entre ellos el Brasil y la India. Ambos de tradiciones y culturas hasta encontradas. Y aportó una visión creadora que abrió nuevos caminos a la manera de hacer y concebir la arquitectura.

Basta pensar en dos grandes maestros, uno indio y otro brasileño, Charles Correa y Oscar Niemeyer. He tenido la suerte de tratar a los dos. Ambos son depositarios del reconocimiento que los Pritzker dan cada año a los grandes arquitectos del mundo. El conocido “Nobel” de esa disciplina le fue concedido, primero en Latinoamérica a nuestro monumental Barragán. A Niemeyer, constructor de Brasilia, junto a Lucio Costa, lo recibí en mi departamento de Río de Janeiro en varias ocasiones y asistí a su nonagésimo aniversario; don Oscar, de carácter reservado en extremo, me visitaba acompañado del gran sociólogo y antropólogo Darcy Ribeiro.

Yo vivía en un piso de un edificio donde un conde italiano, Martinelli, había sido destinado a construir sin parar nunca, so pena de morir al concluir su proyecto, según le había advertido y predicho una gitana. Desde el “Morro de la Viuva” se dominaba la bahía de Guanabara, con todo y el Pan de Azúcar y el Corcovado. Tito Monterroso me dijo un día: “Quita tus pinturas de las paredes y ponle molduras a las ventanas. Nada puede competir con la belleza que enmarcarán”.

Este largo paréntesis valió la pena intentarlo porque hablamos de la ciudad de Niemeyer, la misma donde trabajó Le Corbusier. La línea curva que tanto defiende el arquitecto carioca es producto de la sinuosidad del paisaje, desde Flamingo a la Barra de Tijuca y de la sempiterna sensualidad femenina.

Ya en Nueva Delhi y en Bombay encontré a un intelectual en las dos vertientes que los indios cultos manejan: saben todo de su antigua civilización y han incursionado en la cultura occidental con maravillada capacidad de asimilación. Charles Correa fue oriundo de Goa, la India portuguesa, de donde proviene su apellido. Su arte, expresado en una síntesis extraordinaria del legado de los Mogules y de sus lecciones de Le Corbusier, lo convirtieron en uno de los grandes maestros de la arquitectura contemporánea.

Con estos ejemplos de arquitectos que se pueden considerar también grandes creadores, ambos signados bajo el influjo del maestro suizo nacionalizado francés, fijamos la importancia de su legado en este campo. Sin embargo, es sabido que Le Corbusier hubiera querido pasar a la historia con un reconocimiento mayor a su pintura. Durante siete años se entregó a la elaboración de un libro de 19 litografías y poemas que representa su testamento artístico. Poema del ángulo recto. Se trata de un bello y atrevido ejemplar que contiene dibujos, collages y poemas escritos a mano, y reproducidos de manera facsimilar. Este volumen prodigioso, del cual se hicieron tan solo 200 ejemplares, condensa la visión filosófica y poética de quien sigue siendo considerado una de las figuras de mayor transcendencia en la arquitectura de nuestro tiempo. Papel y tinta, contra hierro y hormigón, podría sintetizarse este empeño, en el que prevalece la dimensión intelectual y humanista, sobre una visión técnica y utilitaria.


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