En agosto de 1982 Caracas vivió una conmoción digna de la más rancia picaresca, a la altura de El Lazarillo de Tormes o de La vida del Buscón. En estos días se celebrarán 38 años de la llegada a Caracas del “jeque” Alá al Fadilli al Tamini, quien se alojó en el hotel Tamanaco, que era en esos días el más glamuroso hospedaje de la capital venezolana. Las reseñas mostraron no pocas fotos de jerarcas económicos, políticos y sociales dándose codazos por aparecer al lado del potentado saudita. Buen diente, gran bebedor, excelente bailarín y obsequiante dispendioso fueron sus credenciales. Si mal no recuerdo fueron más de cincuenta relojes Rolex los que “adquirió” y regaló a la muchedumbre de ingenuos que lo asediaron para agasajarle.

Lo cierto fue que luego de haber prometido inversiones millonarias en dólares desapareció dejando con los crespos hechos, y llenos de cheques sin fondos, a la Caracas del quién es quién. Ese supuesto jeque fue una manifestación más del hábito muy enraizado en nuestro modelo socio cultural de ensalzar hasta elevar al Olimpo a cualquier charlatán habilidoso que diga lo que todos quieren oír. Poco importó que el supuesto saudita bebiera whisky como un cosaco, ni que bailara ritmos caribeños con la soltura de un proxeneta antillano, todos querían ver, y en efecto vieron, a un tonto con dólares al que iban a desplumar ya que le harían invertir en sus desarrollos rocambolescos. Nunca mejor empleado aquello de cazadores cazados.

Hemos tenido jeques en el área de la salud, y quizás el caso más emblemático fue el de Telmo Romero, a finales del siglo XIX, cuando gobernaba Joaquín Crespo. Un personaje del cual Ramón J. Velázquez se ocupó en profundidad y que nos dejó esta descripción de sus primeras andanzas en su natal Táchira: “Negociante de ganado, buen jinete y coleador, de alguna chispa y mucha audacia, a quien por su afición a recetar menjunjes lo llamaban Guarapito”.  Pues ese señor fue director de hospitales y hasta se llegó a comentar que Crespo quería nombrarlo rector de la Universidad Central de Venezuela. Y ya que nombro la magna casa de estudios, ¿acaso no hubo luego otro loco célebre que fue candidato presidencial y asesino de al menos una paciente? ¿O es que el nombre de Edmundo Chirinos ya no dice nada?

Para seguir en el plano académico he de decir que allí los ha habido también, y a montón. Recuerdo en este momento un caso en la querida Universidad de los Andes, núcleo Rafael Rangel de Trujillo, donde fue señalado un ilustre profesor de plagiar sin empacho alguno la tesis de grado de un licenciado en teatro, y de la cual él había fungido como jurado. Lo lamentable de esa  ocasión fue el tono de las declaraciones, en distintos medios de comunicación de ese estado andino, de enjundiosos voceros dándose golpes de pecho por la estatura moral del señalado, y tratando de descalificar al “muchacho” que estaba exigiendo justicia. Los cuchicheos entre los colegas del plagiario eran de antología, pero el silencio comunicacional e institucional fue demoledor.

Y ni hablar del mundo de la secta política. Allí ha habido de todo: plagiarios, iluminados, recetadores de pócimas milagrosas y cualquier otra cosa similar que usted se pueda imaginar.

Por lo visto en esta Venezuela de nuestros tormentos no importa saber sino aparentar que se sabe, poco importa que aquel que imposta mejor su voz sea un maromero de buen verbo. Alarifes sin experticia a los que se les encarga edificar nuestras casas. Moradas en las que tienden a hacerse reales aquellas palabras del poeta hondureño Martín Cálix: “Nadie sabe por qué los muros de la casa cayeron, nadie nos dará explicación, nadie pretende explicar este eco que nos atraviesa como si vos y yo fuéramos una colección de tristezas que se acumula en los huecos de unas manos anónimas.”

© Alfredo Cedeño

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