Una información publicada en The Chicago Tribune cuenta de la muerte de una mujer venezolana, cuando intentaba cruzar el Río Bravo, en dirección de México a Estados Unidos. Sumergida en las aguas gélidas no resistió y murió de hipotermia extrema. Al momento de escribir este artículo, el jueves 18 de febrero, nada sabemos de ella -ni su nombre, ni su edad, ni la fecha en que huyó de Venezuela-, ni tampoco se ha divulgado la identidad de las otras tres personas que intentaron cruzar el torrente con ella. La información dice que dos fueron detenidos por las autoridades estadounidenses y que otra persona logró regresar a México. ¿Acaso esas tres personas también son venezolanos que huyen del régimen de Maduro?

Hay que entenderlo: la muerte de esta mujer venezolana no es un hecho aislado. Forma parte de una cadena de muertes que vienen produciéndose, cada vez con mayor frecuencia, en distintas partes del continente. Los venezolanos pierden la vida en las aguas de ríos y mares, en caminos y carreteras, mientras trabajan o caen abatidos por la acción de delincuentes. Se trata de variaciones de una enorme tragedia: personas que, escapando de la muerte, van a morir en otros lugares, en situaciones dolorosas, absurdas y, muy a menudo, en episodios de violencia brutal y desproporcionada.

Recordemos algunos de estos hechos. En diciembre de 2020, por ejemplo, murieron decenas de personas que, habiendo partido de Güiria, en el estado Sucre, se dirigían rumbo a Trinidad y Tobago. Se sabe que eran alrededor de 30 los pasajeros de la embarcación. Las muertes confirmadas son 28, pero es probable que hayan sido más.

Se cuentan por centenares de miles, el número de espectadores que, en todo el continente, han visto las atroces imágenes del asesinato de Orlando Abreu, joven trabajador venezolano que se desempeñaba en un comercio en la ciudad de Trujillo, Perú, y que fue asesinado por resistir pacíficamente a las prácticas de una banda especializada en extorsionar a pequeños comerciantes. En noviembre de 2019 fue asesinada en Chile la fotoperiodista venezolana Albertina Martínez Burgos. A comienzos de 2018, en México fue asesinada Kenni Mireya Finol, quien había advertido, ante la cámara de su teléfono móvil, que su vida estaba en peligro real. En esas imágenes aparecía golpeada y cortada en su rostro y en otras partes de su cuerpo. Al joven abogado Richard Alejandro Ortuño Aldana, de 23 años de edad, que se desempeñaba como vigilante nocturno en un pequeño restaurante en la ciudad de Cartagena, Colombia, lo atacaron por la espalda y lo mataron a golpes.

Esta mínima relación de casos mortales, ejemplos extraídos entre centenares de episodios registrados solo en América Latina y el Caribe, es solo uno de los capítulos que afectan a quienes huyen. En estos años de exilio, he conocido abogados que plastifican maletas en los aeropuertos, arquitectos que distribuyen comidas a domicilio, profesionales del mercadeo que atienden llamadas en call centers durante la madrugada. A mediados de 2020, CNN en Español contaba la historia de dos venezolanos, Néstor Vargas y José Luis Cerpa, que residenciados en Lima, realizan el que podría ser el trabajo más riesgoso de nuestro tiempo: recogen, en jornadas de 19 horas diarias, los cuerpos sin vida de personas que han fallecido por la acción del covid-19.

Pero las calamidades no han acabado. La presencia de millones de venezolanos, distribuidos en casi toda América Latina, pero de forma muy concentrada en Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Panamá, República Dominicana y otros ha desatado reacciones de xenofobia -rechazo, discriminación- que, en algunos casos, han derivado en hechos de violencia. Ramón Acevedo, director de cine que ahora vive en Lima y vende café en las calles, narraba a France 24 los padecimientos sufridos por ser venezolano: malos tratos, empleos de baja categoría, empresarios que lo contratan y luego no le pagan aprovechando su condición de extranjero. Los relatos de estas malas experiencias son inagotables. Ocurren todos los días, en numerosos países. La inmensa mayoría de estos hechos oprobiosos ocurren envueltos en silencio: ni siquiera se llegan a denunciar, por el temor de las víctimas a ser encarceladas o deportadas. Esto supone que hay cientos de miles de personas en estado de amplia indefensión -salvo en Colombia, donde se acaba de producir la medida ejemplar del presidente Duque que permitirá legalizar y regularizar a más de 1,8 millones de migrantes-, cuyas vidas continúan sometidas a carencias, abusos, malos tratos y numerosos peligros.

Todo este doloroso cuadro, que ocupa a los gobiernos de América Latina, a las autoridades de los multilaterales y a centenares de ONG, tiene un responsable, que debe ser denunciado y señalado, una y otra vez: el régimen de Nicolás Maduro, principal y sistemático generador de la huida de más de 6 millones de compatriotas, el verdadero atizador de la reacción contra los venezolanos en el continente, autor intelectual y moral del sufrimiento, de las muertes, de las persecuciones, de las violaciones de los derechos humanos, del empobrecimiento y del despojo de las condiciones de vida en dignidad.

Debe ser señalado, ahora más que nunca, una vez que se ha anunciado que Maduro, ahora mismo el principal violador de los derechos humanos en América Latina, intervendrá el lunes 22 de febrero en la sesión 46 del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.


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