Las crisis o las situaciones de emergencia ponen de manifiesto, como ningún otro fenómeno, el contraste entre los tiempos de la gente y los tiempos de la política o de los políticos. Para la gente los tiempos corren a la velocidad de las necesidades, que no esperan, más cuando se convierten en urgencias y más cuando, como es el caso venezolano, ya tienen el cariz de la tragedia. La velocidad del político tiene otro ritmo, obedece más, en muchos casos, a la estrategia partidista, al cálculo, al tiempo electoral.

En el dramático día a día del venezolano el tiempo no espera. Con el paso de los meses los problemas no han hecho sino agravarse. Lejos de amainar la tormenta, nuevos ventarrones sacuden diariamente la vida de la gente en forma de falta de luz, de agua y gas doméstico, en inseguridad, en dolorosas despedidas, en ahondamiento de la brecha entre salario y costo de la vida, en descontrolada inflación, en incumplimiento de mecanismos de control social esgrimidos falazmente como beneficios para la población tales como la ayuda alimentaria de las CLAP.

Mientras el político, por ejemplo, considera y analiza el reciente anuncio del FMI que prevé una contracción económica del 35% en 2019, la gente siente en carne propia lo que el mismo FMI describe como “profunda crisis humanitaria”. Mientras, en el mejor de los casos, el político convoca un equipo de trabajo para estudiar posibles soluciones, los enfermos se agravan, desesperan y mueren. Su tiempo es el de la urgencia, muy diferente al de las promesas, los estudios y la propaganda.

La disparidad entre el tiempo de la sociedad, cargado de urgencias, y el tiempo del político, condicionado por el cálculo y las estrategias, ha contribuido a la pérdida de confianza y credibilidad en la política y sus posibilidades, así como al descrédito y la descalificación de la clase dirigente, siguiendo la tendencia a juzgar a los políticos solo por sus peores manifestaciones. La respuesta a esta pérdida de confianza no es o no debería ser, desde luego, la antipolítica, de la que no es dable esperar otras consecuencias que las formas profundamente antidemocráticas que genera: la anarquía, el populismo o la dictadura.

Si alguna condición se ha vuelto necesaria de rescatar para el liderazgo político es la de leer correctamente lo que acontece en su entorno, entender la dimensión de los reclamos sociales y acelerar las soluciones para responder a la velocidad de las expectativas. Uno de los caminos para lograrlo es, sin duda, el diálogo social. Más allá del diálogo político o entre políticos se impone el diálogo con la gente. Y se impone que sea honesto, que no se llegue a él con promesas incumplibles, falseamiento de la realidad, imposiciones, decisiones ya tomadas, ofertas demagógicas o engañosas.

Un montaje de diálogo social sin compromisos y sin resultados acentuaría la percepción de que no son diferentes solo los tiempos sino también los intereses. La gente comenzaría a pensar de los políticos que no tienen verdadero interés en el bien común sino en el voto, en el apoyo que les permita acceder al poder, disfrutarlo y controlarlo. Se impondría la percepción según la cual las promesas son solo para las elecciones, que los electores se convierten en gobernados, los mandantes en mandados.

Del buen político se espera capacidad para la planificación y la formulación de políticas públicas, pero también, y de manera muy importante, capacidad para ajustar la velocidad de las soluciones a las urgencias reales. Una de las formas de merecer la confianza de los ciudadanos es entender sus necesidades, informar, explicar, construir razones para esperar, a sabiendas de que la paciencia tiene límites.

Los tiempos de la gente y los tiempos de la política o de los políticos no coinciden. Tampoco los de la acción y los de la palabra, los de la promesa y su cumplimiento. Constatar este desfase y reducirlo es el verdadero reto para el nuevo liderazgo, para el político capaz de escuchar a la gente, de interpretar sus necesidades y buscar soluciones, no de utilizarlas ni de valerse de ellas para justificar ambiciones personales o salidas populistas.

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