El mudo está a un error de cálculo de la aniquilación nuclear”.

Con esta frase apocalíptica, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, quiso llamar la atención del mundo el pasado lunes 1 de agosto, aprovechando el inicio de los trabajos de la Conferencia de los Estados Parte del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP).

Referencias obvias hizo el SG de los factores claves de tensión mundial, como la invasión rusa a Ucrania, y los sempiternos conflictos del Medio Oriente y de la península coreana. Pero tal vez lo que más ocupaba sus pensamientos durante su intervención fue, sin duda, la temida y luego cumplida visita a Taiwán, horas después, de la presidenta de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, Nancy Pelosi. A todas luces, para muchos analistas, una acción temeraria que aumenta las tensiones globales a niveles de alta peligrosidad.

Por supuesto, la República Popular China reaccionó iracundamente señalando, a través de su Ministerio de Relaciones Exteriores, que “los que juegan con fuego se acaban quemando”, en directa alusión a los Estados Unidos, además de anunciar una serie de medidas de corte económico, político, militar y diplomático. De estas últimas, lo más crítico resultó ser la decisión de bloquear por tres días a Taiwán con ejercicios militares por aire y mar, incluidos simulacros con fuego real, dentro de unas coordenadas que violan los espacios territoriales de la isla irredenta.

Para Xi Jinping, la doctrina de su partido comunista sigue siendo muy clara: actos como el de la señora Pelosi contribuyen a “socavar la soberanía e integridad territorial de China” y representan un desafío al principio de “una sola China”. Baste con recordar que en 1979 el gobierno de los Estados Unidos reconoció oficialmente a la República Popular China, estableciendo con ella, a partir de ese momento, relaciones diplomáticas y políticas formales.

El problema radica en que, al margen de esa relación bilateral oficial, la Casa Blanca ha mantenido lo que se ha dado en llamar la política de “ambigüedad estratégica” respecto a Taiwán, que ha implicado vínculos considerados sólidos y no oficiales.

La base de esta política ambigua de las administraciones estadounidenses la pudiéramos encontrar en la conocida Acta de Relaciones con Taiwán, un instrumento aprobado por el Congreso de los Estados Unidos para contrarrestar la decisión del entonces presidente Jimmy Carter (1979), de dar finiquito al reconocimiento diplomático a Taiwán. En esencia, el Acta permitiría el envío de pertrechos militares a Taiwán, con la advertencia, desde aquel entonces, acerca de lo que sería una “grave preocupación” del estamento gubernamental norteamericano en caso de un ataque directo de China a la Isla.

Nancy Pelosi tiene muy presente estos antecedentes y peculiaridades de la relación estratégica de su país con Taiwán; pero, sobre todo, ejerce sus funciones teniendo plena consciencia de un sistema político basado en el principio de la división de poderes, algo muy ajeno a las concepciones autoritarias del Partido Comunista chino, que ve en las acciones de la alta funcionaria una transgresión del compromiso de limitar a “relaciones no oficiales” sus contactos con Taiwán.

En la misma lógica, para Xi Jinping, Joe Biden ha debido evitar a toda costa la osadía de Pelosi, aunque en descargo del inquilino de la Casa Blanca, al parecer este nunca estuvo de acuerdo con esa particular escala, según y que por recomendación de altos funcionarios del ministerio de defensa que consideraban muy inconveniente la visita a Taiwán. Ver para creer, dirían algunos.

Biden trató de disculparse con aquello de que la política internacional de su país respecto al expediente Taiwán no había cambiado, pero obviamente son palabras que caen en saco roto por las implicaciones previsibles, simbólicas y políticas, de la visita. En todo caso, cuesta mucho creer que no hubo ningún tipo de premeditación ni de acuerdo entre los dos principales poderes del Estado a la hora de decidir sobre este movimiento.

Además –y volviendo a las motivaciones quizá solo personales de Nancy Pelosi– la historia de antipatía entre el régimen chino y la congresista tiene sus antecedentes. En 1991, dos años después de los sucesos de la plaza Tiananmen, cuando tropas del ejército chino masacraron a un gran número todavía indeterminado de estudiantes, la representante demócrata se presentó con un grupo de colegas al lugar de la tragedia, agitando una pancarta alusiva a la conmemoración de los jóvenes fallecidos.

Por otra parte, en 2015, Nancy Pelosi, acompañada, entre otros colegas, por el entonces presidente del Comité de Derechos Humanos del Congreso, Jim McGovern, realizó una visita a la capital del Tíbet, Lhasa, siempre restringida por las autoridades chinas, en la que reiteró el fuerte apoyo bipartidista (demócratas y republicanos) al Dalái Lama (Tenzin Gyatso) y su concepción de los derechos tibetanos, a quien la nomenclatura del Partido Comunista chino considera un “violento separatista”.

Pero, más allá de los riesgos y costos que la visita a Taipei ha de generar, aparte del significativo y retador despliegue de las fuerzas militares chinas en el estrecho de Formosa este fin de semana, Nancy Pelosi llevó consigo un mensaje de alta repercusión que se resume en dos frases de su discurso pronunciado durante el encuentro con la presidenta taiwanesa, Tsai Ing-wen:

“Hoy el mundo se enfrenta a una elección entre democracia y autocracia”. “La determinación de Estados Unidos de preservar la democracia, aquí en Taiwán y todo el mundo, sigue siendo férrea”.

Después de todo, el espíritu de estas dos líneas no son solo parte de las convicciones de Nancy Pelosi. Representan en sí el himno que ha de acompañar los esfuerzos y determinación de las democracias occidentales en su lucha por mantener un orden liberal y libre de toda coacción y manipulación del bloque autoritario mundial liderado por Rusia y la República Popular China.

Las preocupaciones del secretario general de las Naciones Unidas son más que legítimas. El mundo se encuentra en una trayectoria incierta, no exenta de errores, que pueden comprometer la estabilidad y seguridad del planeta. Tal vez no sea una exageración esta premisa. Simplemente hay que observar los hechos para constatar lo irracional que resulta cómo el afán y los delirios territoriales de un pequeño grupo de dirigentes autócratas deseosos de cambiar las reglas de juego, quieren a su vez moldear a su antojo el curso de la historia.

Las arremetidas rusas en Ucrania y el conflicto siempre latente del estrecho de Formosa, con la aspiración irrenunciable de la República Popular China de engullirse a Taiwán, y otros focos de inestabilidad, casos de Corea del Norte e Irán en el Medio Oriente, seguro reforzarán la visión de un mundo que ha de dividirse -en lo fundamental- entre democracias y autoritarismos; eso sí, bajo la certeza indeseable de que muchos de los países, satélites o no de los bloques dominantes, se habrán de orientar en una dirección u otra, atendiendo a sus intereses individuales.

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