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Hace un par de años tuve la oportunidad reveladora de compartir unas cervezas con el odio. El disfraz que lucía aquella noche, mostraba unos ojos claros y expresivos, un lunar en la mejilla y las pestañas rubias. Bailaba muy bien, y su voz, que parecía ocultar un cuchillo en el interior de una alegría incómoda, nos lanzaba bromas y carcajadas mientras dejábamos correr la noche con sus calores infernales de siglo XXI.

El odio puede ocultarse de las formas más inesperadas. A veces se esconde en personas dulces, tímidas, sencillas. Incluso agradables. En este caso, el odio estaba dentro de una mujer de mediana edad cuyo nombre apenas recuerdo. Era chavista. Sí, puede parecer sectario, pero no lo es. En realidad, si el odio hubiera encarnado aquella noche en un opositor, estaría contando la misma historia.

Aquella mujer era la única persona que apoyaba al oficialismo, dentro de un grupo de personas que por tradición siempre habían sido opositores. Todos sabían sus preferencias políticas, exceptuándome. Escuchábamos salsa baúl, y como ya es costumbre, en una reunión como esas, que suelen ser escasas, hablar de política es desperdiciar un instante de alegría por amarguras conocidas.

Con todo, y ya con la madrugada encima, alguien dijo que quedaban pocas cervezas. Entonces cayó el silencio. Tal vez la nostalgia. Y los suspiros. También se fueron las ganas de conversar. Fue como si un apagón nos hubiera dejado sin música. El silencio se prolongó y yo, sin saber cómo ni por qué motivo, hice un comentario sobre la educación de este país. Lo hice para romper el hielo. Pero no fue un comentario político. Hablé del liceo que estaban pintando a dos cuadras del lugar, y dije que los muchachos necesitan aprender de matemáticas, tanto como necesitan aprender a ser menos sucios. De nada servía pintar una pared si en un par de semanas los mismos estudiantes la curtirían a rayonazos. En fin, fue como hablar del clima, o de Messi.

Fue después del comentario cuando supe que aquella mujer era una defensora acérrima de la autocracia que nos gobierna. Y no lo supe de buena forma. Su reacción fue tan extraña y fuera de lugar, que por momentos pensé que terminaría diciendo que la tierra es plana.

Uno ha aprendido a escucharlos. Incluso hemos aprendido a mirarlos arder por sí solos, de la misma forma en que arden los fanáticos religiosos cuando gritan maldiciones en las plazas en nombre de Cristo. Y lo hacen de la misma forma: ojos dislocados y punzantes, mandíbula recrecida, bufidos, todo esto mientras escupen textualmente un versículo bíblico y amenazan con quemar en el infierno a los mundanos.

Su inclinación política no era el problema. No para mí. Ella tenía todo el derecho de pensar y creer en lo que le diera la gana. El problema fueron sus pupilas flamantes, la forma de hablar a salivazos, y la manera en que golpeaba la mesa para acentuar sus argumentos. Hubo una explosión de furia que nos dejó perplejos. Un resentimiento desproporcionado y sin embargo poco auténtico, no propio, como si aquel odio estuviera guiado por el manual de instrucciones de una licuadora. Pasa mucho: incluso las mejores o peores cosas de una persona tienen su origen en un gran caletre.

Ella dijo que alguna vez había sido lideresa comunitaria. Que peleó con un alcalde, que había “echado coñazos” por el pueblo, que mentó madres, que puteó a fulano, y que en el pleno ejercicio de sus facultades de líder, había mandado a comer mierda a muchos. “Yo si echo coñazos, por eso soy chavista. A mí no me va a venir a joder ningún guevón aquí. Coman mierda. Yo me echo coñazos con todos”.

No exagero. Fue exactamente así. El odio que aquella mujer despedía bordeaba la comedia. Y despertó en mí una curiosidad súbita.

Líderes locales como esta persona hay muchos. De ambos bandos. Personas que por alguna razón han confundido arrechera con liderazgo. En todo el rato que esta mujer estuvo peleando sola contra sus propios enemigos históricos, que además eran sus propios vecinos, no hubo una palabra amorosa, ni un chispazo de inteligencia, ni una pizca de racionalidad. Era un drenaje lo que salía por su boca. Nunca esperanza, luz, serenidad, comprensión. Aquella exlideresa no inspiraba paz sino angustia, zozobra.

En algún momento me pregunté por los opositores que han odiado de la misma forma. Por aquellos que también han confundido arrechera con liderazgo. Los hay, y aunque muchos tenemos razones de sobra para resentirnos, en el fondo hay una estela de fanatismo, de alienación, de manual de instrucciones en todo esto.

Es oportuno preguntarse por el capital político de María Corina Machado. Más allá de la voluntad de cambio, ¿qué más aglutina esta lideresa? ¿Acaso su alta popularidad no es producto de la frustración, la arrechera, la impotencia, la sed de venganza, el resentimiento y la desesperación de los venezolanos? Yo lo veo a diario. Lo escucho. A la gente le gusta María Corina porque representa no solo un liderazgo coherente, sino el mismo arquetipo de vengador que una millonada de venezolanos vio en Hugo Chávez.

“Es que es una tipa arrecha. No se para en artículos. Le da coñazos al gobierno”, he escuchado decir. Como si ser arrechos, decir las cosas, y dar coñazos, es suficiente para lograr el cambio. Llevamos más de dos décadas de arrechera, dándonos coñazos, y diciendo cualquier cantidad de barbaridades… ¿Qué país tenemos ahora? ¿Y en qué se han convertido nuestras interpretaciones de la crisis política venezolana? Sentido común, por favor: en los últimos 24 años no hemos sido otra cosa que una multitud de personas guiadas por la emoción. Emociones tóxicas. Estériles. Poco efectivas. Emociones que no mejoran nuestra posición en el tablero de juego, sino que la empeoran. Emociones que en lugar de hacernos actuar con lucidez, nos han conducido al error y a la ceguera. Es cierto, las emociones movilizan el mundo. Pero hay momentos donde es necesario ecualizarlas, graduar su volumen, pensar con claridad, y tomar decisiones.

Nada de esto es casual. Sobre todo el odio.

No es que un buen día amanecimos odiándonos y ya. No. El odio que reúne a ambas tribus, pero que al mismo tiempo las divide, ha sido durante años una construcción consciente. Un asunto de Estado. Supongo que al principio algún asesor de alto nivel dijo a las cúpulas de la revolución: “Para justificar todas las barbaridades que cometeremos ahora y en el futuro, es necesario instalar el odio en las personas. El odio hará que nuestros enemigos cometan errores. El odio los dividirá. El odio imperialista, apátrida, es el único que será castigado. No el nuestro.”

El odio se ha planificado mucho mejor que la economía o las carreteras que transitamos a diario. En los últimos 24 años hemos aprendido del odio mucho más de lo que debimos aprender sobre gestión pública y ciudadanía. Lamentablemente, tenemos más formas de odiarnos que maneras de entendernos para construir mejores escuelas y hospitales. Al parecer sabemos odiar muy bien, más que entendernos.

Odiar no ha sido inteligente, ni útil. En particular, no amo a las personas que gobiernan este país. Ni los justifico, ni ignoro lo que han hecho. Digamos que después de todo, no queda otra cosa que apelar al principio de un buen rehén: ser lo menos estúpido posible.

Porque odiarlos con las vísceras, en las formas más primitivas, y vernos convertidos en el simio que ellos necesitan de nosotros, con el perdón de los simios, solo conduce a la irracionalidad. Al sesgo de la razón, a su anulación más peligrosa. A una pobreza de espíritu que llevará años superar. Y si nuestros criterios son conducidos por el odio, entonces nuestras decisiones tendrán una alta probabilidad de estupidez. Hablo de las pequeñas decisiones personales que conducen a pequeñas acciones personales. Y hablo también de pequeñas acciones que multiplicadas por millones de personas, determinan el comportamiento de un país.

Yo me descubrí aquella noche en la trampa. Así, de pronto, como si hubiera descubierto que alguien hubo de colocar ladrillos en mi almohada durante años. Y entonces supe que cada acción, insolencia, burla, actitud, irrespeto y abuso, cada expresión de cinismo expuesta en los medios de comunicación por parte del gobierno, tiene un sentido para ellos: torcernos la razón.

Ellos necesitan que odiemos. Invierten tiempo y recursos para ello. Hay un aparato perverso y mentes brillantes trabajando para que no dejemos de odiarlos. Incluso crearon una ley del odio. Es simple: ellos estimulan el odio, lo fabrican, para luego castigarlo. Es un diseño consciente. Hay en esto una fina arquitectura. Un método increíble de manipulación de masas que apunta al terreno más volatil y explosivo de la condición humana: las emociones.

¿Por qué bailaba Nicolás Maduro en televisión mientras muchos jóvenes morían en las calles protestando? ¿Por qué niegan la migración venezolana con sarcasmo? ¿Por qué sus declaraciones tanto como sus acciones demuestran que la población venezolana es mercancía de negociación? ¿Por qué tratan a los maestros de esa forma? ¿Al personal de salud, a los jubilados? ¿Por qué los muñecos de Súperbigote y Cilita son entregados a nuestros niños? Que alguien nos explique, por amor a Dios, por qué esta gente es así.

Es un comportamiento consciente. Meticuloso. Monolítico.

En política, incluso la crueldad es consciente. También la estupidez. Nadie, en política, da punto sin dedal. De modo que si la crueldad y la estupidez forman parte de un plan, entonces, por inferencia, la falta de humanidad que ellos muestran al abrir la boca y decir lo que dicen y hacer lo que hacen, tiene un objetivo: paralisis, división, desmovilización.

Hay un titular clásico que los hace muy odiosos. Creo que es el favorito de los jerarcas más cínicos: “Ni por las buenas, ni por las malas”. ¿Me equivoco? Detrás de esta frase, declarada en escenarios preelectorales y electorales, se esconde el miedo más abyecto. Otra emoción. La frase tiene un objetivo: que los votantes odien más, y que los odiosos sean más odiados. Pero en política el objetivo es menos abstracto: hacernos creer que no podemos, que hagamos lo que hagamos, ellos continuarán haciendo lo que hacen y diciendo lo que dicen. El resultado, como lo escuché una vez de un vecino, es el siguiente: “Para qué voy a votar si esta gente dice que ni por las buenas ni por las malas saldrán del poder. Mejor me quedo en mi casa cuidando el bono”.

Madre mía, cayó en la trampa.

El miedo y el odio, como emociones que se han instalado en nuestro corazón por muchos años, guían nuestras decisiones. También la interpretación de nuestra realidad. El odio no nos permite pensar, el miedo nos inmoviliza. Y los autócratas, más que saberlo, utilizan estas emociones a su favor. ¿Qué podemos decirles a estas personas cuando el odio y el miedo los paraliza? Hablo de mis vecinos, amigos, familiares. No hablo de decir esto a las masas, sino al individuo más cercano, al más accesible. Yo les digo: “Cuando dejes de odiarlos, ellos pierden.”

Porque no es un secreto, aunque pase desapercibido: hay personas en el alto gobierno que hacen todo lo posible para que los desprecien. ¿Me equivoco de nuevo? Esas personas construyen una imagen personal sediciosa y conforman la vanguardia de provocadores del PSUV. Son los que tienden la trampa. Una trampa está servida desde hace mucho. Los falsos opositores, a quienes muchos llaman alacranes, cuando salen a declarar con actitud cínica, arrogante, casi cruel, ¿qué inspiran? ¿Qué necesitan inspirar? Obviamente desprecio. ¿Desprecio para qué? Para hacernos claudicar. Para que perdamos tiempo odiándolos, en lugar de ser mejores que ellos. Más elevados que ellos. Es el rol que cumplen. Son simples mercenarios. ¿Perderé mi lucidez por un par de mercenarios? ¿Caeré en sus trampas?

Así que concluyo: de todas las cosas que podríamos pedirle al liderazgo opositor en este momento, hay varias que son evidentemente espirituales y por tanto las más difíciles. Las resumo en cuatro: menos arrechera, menos orgullo, más acuerdos, más inteligencia. Necesitamos decisiones rápidas y sin una pizca de furia. Es absolutamente necesaria una opción racional, bien pensada, que constituya una alternativa realista para esta nueva coyuntura electoral. Tal vez sea la única coyuntura, la última. Que nos movilice la inteligencia, no el odio ni la sed de venganza. De lo contrario, como rehenes, nos espera la estupidez más insólita, una vez más.

PD: No creo que habiliten a María Corina. El objetivo es claro: desmovilizarnos y construir nuestras propias equivocaciones. Juguemos ajedrez. El tablero está servido.


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