Pulpería en La Quebrada Grande, estado Trujillo. Foto Luis HuzCuando Benigno Hernández llegó en 1862 a Isnotú a formar familia con Josefa Antonia Cisneros, compró una casa en una esquina céntrica y montó una pulpería denominada “La Gran Parada”. El amable trato de la familia y su espíritu emprendedor hizo prosperar el negocio que tenía de todo: alimentos, telas y calzados, mercería, aperos para las bestias, equipos de labranza, medicinas, licores, herrería y demás mercancías. Traía de Maracaibo lo que no se producía por estas tierras, de los campos y páramos sus granos y hortalizas, del Sur de Lago el pescado salado y los vecinos les abastecían de dulces y amasijos, bordados y artesanías. En ese ambiente nació y se crió nuestro beato José Gregorio Hernández.

Todavía existen muchas pulperías en Venezuela y en todas partes del mundo, llámense tiendas de conveniencias o de abarrotes, bodegas, abacerías y otras designaciones. Son pequeños negocios, generalmente familiares que, situados mayormente en las esquinas o en alguna encrucijada de caminos, satisfacen la demanda de todo lo que normalmente necesitan las familias del lugar para el diario sustento y para resolver los bienes y determinados servicios de la cotidianidad. Su alcance es limitado a las cercanías, pero en las zonas rurales alcanzan extensos territorios, y, como en el caso de “La Gran Parada” de Isnotú, llegan a tener servicios de posada, comedor y hasta cantina, pues también sirven como punto de encuentro de los amigos y vecinos.

Estos negocios funcionan sobre la base de unos intercambios asentados en el conocimiento personal entre vendedores y compradores; es frecuente el crédito, el trueque, la consignación y toda una serie de operaciones que resuelven los complejos problemas de producción, distribución y consumo con altas dosis de sentido común, el trato justo y la confianza. No todo era un paraíso, y existían como en toda obra humana los abusos, la avidez y otros antivalores, pero la presión social del hecho que todos los tratos eran entre conocidos, hacía que las cosas funcionaran como es debido.

Pero la codicia de la especulación global no podía conformarse con el monopolio de las grandes cadenas de mayoristas y supermercados, de los “mall” y las megatiendas. Les pusieron el ojo a las pulperías y ya los grandes consorcios llenan de “pulperías” a los países donde los dejan entrar, pues hay quienes advierten el peligro y les ponen trabas. Hay cadenas de estas tiendas que ya ocupan más de 50% del comercio minorista en diversos países, con tienditas de la esquina. Sólo que allí venden lo que esos mismos consorcios producen, no aceptan los productos que hacen los vecinos, ni fían, ni son lugares de encuentro de vecinos. Sólo son cadenas para captar el ahorro del vecindario y alimentar la voracidad de los peces gordos.

Estas cadenas enfocan su estrategia de comercialización en la saturación del mercado, en ocupar todas las esquinas y todas las encrucijadas posibles para vender los productos que ellos mismos hacen, generalmente bebidas gaseosas y comida chatarra como snacks, chucherías o botanas. Ofrecen a los tradicionales dueños de las bodegas de las esquinas más atractivas ofertas de compra compulsivas o muy atrayentes, que les venden su negocito y se van a las periferias, contribuyendo con ello a la gentrificación de las ciudades.

La globalización de la codicia está acabando con los pequeños negocios familiares, pero ya existen reacciones prometedoras, aunque tímidas, por ahora. En Estados Unidos existen grupos organizados de compradores que estimulan las compras en las tienditas tradicionales, y una iniciativa europea va por buen camino, mediante el uso de herramientas digitales para abordar con mayores posibilidades de éxito en esta competencia feroz de los grandes monopolios.

En España unos organismos gubernamentales con fondos europeos, como “Red.es” y “Acompaña Pyme”, impulsa el uso de un “kit digital” para que las pequeñas y medianas empresas entren en el negocio electrónico. Quizás así se pueda cumplir el sueño de que las familias de un lugar, conectadas a su “pulpería” o a una pequeña industria, puedan comprar y vender sin moverse de su casa y sin estar obligados a comprar los productos de los grandes monopolios especulativos y contaminantes. Y quien quita que estos negocios entren también en el comercio mundial, sobre todo si se trata de productos artesanales sanos, buenos, bonitos y baratos.

Rafael Ramón Castellanos, un intelectual de Santa Ana de Trujillo, montó un negocio en Sabana Grande llamado “La Gran Pulpería de Libros Venezolanos”, una sorprendente librería con casi 3.000 ejemplares. También escribió un libro titulado Historia de la pulpería en Venezuela editado por la Editorial Cabildo en 1989. Lamentablemente murió el escritor y no podrá escribir el epitafio a la pulpería. Ojalá que no haya necesidad de escribirlo.


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