Entré con mi mamá a la zapatería para comprar nuevos zapatos y apenas acudió el empleado a atendernos ya el niño de cortos años que yo era había elegido los primeros que vi, caros, de buen cuero y trenzas; de perfecto empeine y moderno diseño dispuesto a discutir con mi mamá la negociación de su adquisición porque era ella quien los compraría y era yo quien tendría que medírmelos. Pero no tuve tiempo. El vendedor miró los zapatos que yo tenía en mis manos, vio a mi mamá y con voz de absoluta convicción le dijo: «¡No compre esos, señora, porque él, y me señaló con su dedo índice acusador, lo que quiere es chapotear con ellos en el agua. Mejor cómprele estos que duran y son más resistentes!», y mostró unos, feos, de cuero duro, «conocidos como zapatos de vaqueta», que habrían servido más para calzar animales de carga que a niños indefensos. Mi mamá los vio, me lanzó una mirada de «!hijo, qué quieres qué haga»! asintió viendo al vendedor y minutos más tarde salíamos de la zapatería con los horrendos zapatos de vaqueta en una caja diseñada como para un perfecto regalo.

Nunca he podido entender por qué aquel empleado puso tanto interés en vender unos zapatos feos y baratos en lugar de otros más caros y elegantes, si se considera que estaba conspirando contra la tienda que le daba de comer y traicionando, al mismo tiempo, la ética comercial más elemental que consiste en vender el artículo más caro antes que el más barato. Tampoco he logrado explicarme su empeño en martirizar a un niño desconocido inventando un alegre chapoteo en las sucias aguas de la calle.

De niño ignoraba la persistente existencia de los zapatos de vaqueta, pero ignoraba también que hay vaqueta en la política y en el mundo militar porque no sabía que en Maracay se ocultaba detrás de un patriarca andino y bondadoso que al morir legó su vaqueta a otros militares y estos, de buena o de mala gana, practicaron uniones cívico militares para que el cuero áspero y duro calzara los pies de una desorientada muchacha llamada Democracia y pudiera el solapado vendedor de zapatos que conocí en mi niñez seguir haciendo sus engañosas maldades. Avergonzado he visto a esta chica calzada con inconvenientes zapatos caminando sola por los caminos del desamparo. Son muchos los compatriotas que dicen querer que se calce mejor, pero siento que en realidad lo que más anhelan es comprar para sí zapatos caros e italianos y de buena marca y dejar los de vaqueta para nosotros los de clase media o para la gente marginal.

Fui niño en una ciudad absurda y pueblerina que prohibía entrar a la plaza Bolívar en mangas de camisa o llevando un paquete en las manos por considerarse como ofensa al Padre de la Patria.

Crecí, me hice adulto sorteando inconvenientes, deslealtades y desilusiones: enfrentando a un país petrolero que odia la belleza, la sensibilidad y disfruta viendo maltratar a los niños y a las mujeres. Un país que alguna vez estuvo poblado por almas y hoy por habitantes que aún no merecen ser llamados ciudadanos.

Y al crecer supe que a mi alrededor y en el resto del entristecido país rondan proveedores de zapatos de vaqueta en permanente estado de alerta, preparados para asaltar a gente inocente o armados con artificios políticos de mayor eficacia y perversidad. Algunos, enarbolando insinceras pancartas de solidaridad, dando huecas pero patrióticas declaraciones. Otros, haciendo negocios con el populismo y la corrupción desde la acera de enfrente y otros más entrampados en sucios negocios con delincuentes o terroristas islámicos. Soy la flor de loto que nace y crece en los pantanos.

Y he tenido suerte porque siendo muy joven y antes de entrar en la tediosa clase de Derecho Romano, en el patio Vargas de la vieja universidad en la esquina de San Francisco, Adriano González León sentado en un banco leía en voz alta textos de Sartre para satisfacción y disfrute de todos nosotros ansiosos por saber qué era el existencialismo. De pronto, calzado con zapatos de vaqueta, apareció un carajito militante de la Juventud Comunista que le tocó el hombro al brillante lector que era Adriano y le dijo: ¡Vigile sus lecturitas, compañerito!». Sin saberlo, aquel chico era un fascista. Un fanático y apresurado lector de algún manual de Plejanov.

Digo suerte porque a temprana edad, antes de enterarme qué conocían y enseñaban los antiguos romanos sobre el derecho y la aplicación de justicia, vi en persona a mi primer fundamentalista, a mi primer fascista declarado. Después no solo he conocido a muchos sino que visité el campo de concentración Auschwitz-Birkenau, crucé el odioso emblema del exterminio colocado en la entrada: Arbeit Macht Frei, que significa «el trabajo te hace libre» y me deshice en lágrimas constatando el horror y la demencia de los nazis al activar aquella abominable industria de la muerte.

Pocos años más tarde, en plena dictadura de Pérez Jiménez, el muchacho del patio Vargas sin darse cuenta, sin dejar de ser un fascista de vaqueta, se había convertido en delator o «patriota cooperante», como decidieron los militares bolivarianos llamar a los sigüíes. Denunciaba en las calles y desde una radio patrulla a los compañeros que alguna vez militaron con él en la Juventud Comunista. Murió joven, enfermo de cáncer y escuché a varias personas, no necesariamente ateas, decir al enterarse de su temprano fallecimiento que «¡Dios sabe lo que hace!».


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