Quiero, admiro y respeto a Elisa Lerner no solo porque estuvimos juntos en el Grupo Sardio con bellos e irrepetibles amigos como Adriano, Salvador, Guillermo, García Morales y tantos otros, sino porque ella es en sí misma la palabra. No la palabra considerada como fragmento del discurso o su representación gráfica sino como la facultad de hablar, de escribir, de expresarse. En Elisa, la palabra es al mismo tiempo gesto y quietud; perspicacia y vapor de agua; humo y densidad. Pronunciando una palabra, Elisa puede sostener el universo en sus manos.

En ella, la palabra es símbolo de la pureza de la manifestación individual; mejor aún, la pureza de sus conocimientos y la soprendente capacidad de comunicarla a los otros a través de crónicas envolventes y apasionadas.

Hubo un tiempo en el que se diferenciaba la palabra “seca” de la palabra “húmeda”. La seca era atributo del espíritu primitivo antes de que comenzaran los afanes de la creación, discursos incapaces de reconocerse a sí mismos. En cambio, la palabra es húmeda y audible cuando ha germinado y nos afirmamos en el comienzo de la vida, cuando comienza uno a ser uno mismo.

En Elisa, las palabras tienen cuerpo y alma. Son sensibles por su timbre y estructura; por el rigor y la dulzura de su música y el placer o el dolor que ella siente al pronunciarlas. Sabe que las palabras al envejecer van adquiriendo nuevos significados, ganan en profundidad. Jean Onimus en su libro La connaissance poétique, sostiene que las palabras arrastran los deseos y las ensoñaciones de millones de seres y su presencia en el mundo de nuestros ancestros permite que nos comuniquemos con quienes vivieron en tiempos pasados.

Las palabras, dice Onimus y lo sabe la propia Elisa, deletrean las almas de quienes estuvieron antes que nosotros. La manera como ellos expresaron su alegría y su dolor nos sitúan también en el camino del dolor y de la alegría; y de la manera como nombraron una flor y una piedra evocamos también a esa flor y a esa piedra.

¡Elisa roza constantemente el alma de las palabras! Posee un asombroso dominio del idioma que le permite adueñarse de toda existencia humana, mineral o vegetal pronunciando apenas dos o tres palabras. Y creo haberle oído decir que ese poder suyo sobre el lenguaje es una manera de rendir homenaje a sus padres centro europeos que no alcanzaron a ejercer control sobre el castellano.

Una vez Elisa me escribió para pedir mi opinión. La invitaban a una reunión en la que podían utilizarla y comprometerla políticamente y temía sentirse incómoda. Le dije que no fuera. En el acto respondió con un mensaje de dos escuetas palabras: “¡Aduciré cansancio!”. Ahora bien, ¿cuántas veces hemos conjugado el verbo aducir en nuestras breves o dilatadas existencias? Yo, cercano a los noventa años, ¡nunca! ¡Pero Elisa lo hace! Cuando la conocí en los tiempos iniciales de Sardio y no había publicado La bella de inteligencia, dije que ella era escritora antes de haber escrito una línea.

En una ocasión, la comunidad judía organizó un encuentro entre Elisa, askenazi (judíos oriundos de Europa central y oriental) y el dramaturgo Isaac Chocrón, sefardita (judíos que vivieron en la Corona de Castilla y de Aragón hasta su expulsión en 1492 por los Reyes Católicos). Era como una pieza teatral: los dos entrelazados en un diálogo esclarecido y nosotros convertidos en una audiencia hipnotizada. Isaac cedió elegantemente el protagonismo a Elisa y ella dijo cosas valiosas. En mi memoria quedaron algunas. Por ejemplo, la del pueblo judío ¡que no tiene bandera! La tiene el pueblo israelí. Blanca con dos bordes azules y la estrella de David también azul en el centro. Pero, la bandera del pueblo judío existe, afirmó Elisa. ¡Es el mantel!, dijo, haciendo alusión no solo al sentido hondamente familiar del judaísmo sino al hecho de que con frecuencia hay reuniones en las que sobre una mesa con mantel se ofrecen alimentos y golosinas.

Antonio Costante convirtió la palabra literaria de Elisa Lerner en palabra teatral y Vida con mamá cruzó la línea de la celebridad en 1976 mientras sus crónicas de extraordinaria seducción se agrupaban en un volumen titulado: “Así que pasen cien años” dejando al detective Columbo con una sonrisa detrás de la metáfora en el vasto silencio de Manhattan, junto a ensayos de viva inteligencia y novelas de personalísima sintaxis y concepción narrativa: De muerte lenta y La señorita que amaba por teléfono.

¡En Elisa Lerner viven el cuerpo y el alma de la palabra!


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