El 15 de enero de 1932 los pedagogos de aquella rudimentaria escuela primaria se plantaron ante al cruel dictador venezolano Juan Vicente Gómez al fundar la Sociedad Venezolana de Maestros exigiendo justos derechos laborales para garantizar una buena educación en un país repleto de infantes y adultos analfabetas, descalzos, tuberculosos y sifilíticos.

Los siguientes ochenta años en medio de turbulentos cambios sociopolíticos, esa dura lucha continuó desde las esferas pública y privada, abarcando lentamente todos los niveles incluido el universitario con logros no plenos para toda la población, hasta abarcar el democrático y eficaz Plan de Becas Fundayacucho en 1975.

El docente de los ciclos preescolar, primaria y secundaria configura el mayoritario humilde gremio que sin tregua mendiga de rodillas ante el Estado y sus gobiernos de turno las remuneraciones salariales, que hasta su jubilación les permitan subsistir con un estatus económico decente y actualizar métodos para sus enseñanzas. El Talmud dice: “Un maestro es quien sabe aprender para enseñar”.

No se ha terminado de comprender a fondo hasta qué punto su labor requiere continuo estudio y práctica porque es la columna vertebral capaz de transformar al simple habitante tantas veces esclavo y víctima de las circunstancias en firme, competente y cabal ciudadano con derechos y deberes en cualquiera de las profesiones, oficios y tareas que libremente desempeña.

Ese maestro, docente o profesor tan marginado por tradición en muchos regímenes y sistemas ideologizados, es la raíz recta o torcida, sana o podrida de una planta llamada imperio, nación o país. Es quien inculca y proyecta con su ejemplo el significado de ser persona libre bajo un control que vigila para impedir violaciones disciplinarias destinadas a irrespetar o eliminar al otro, su compañero, su condiscípulo distinto, su futuro colega, pana o adversario. Evita que el aula sea jaula, que la cátedra sea cárcel o cadalso.

Pero en la ex Venezuela el castrochavismo sí entendió desde su origen que los sectores militares y magisteriales deben ser catequizados a tiempo y a la fuerza bruta, adoctrinando y comprando su adherencia o despreciando sus peticiones porque ambos son la plataforma que sostiene a su Estado comunal recientemente decretado como si nada por la ilegítima Asamblea Nacional, mientras los cabecillas de partiditos políticos se distraen jugando a sufragios de toda clase que saben bien no permiten elegir.

Celebremos, pues, a los maestros que hoy siguen batallando por su auténtico buen día, dentro de esta noche larga y tenebrosa del tropical totalitarismo chavista. Como nunca antes muestran una coherencia noble, responsablemente rebelde. Su conducta seria dignifica de nuevo el sitio donde nacieron Simón Rodríguez y Andrés Bello.

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