En días recientes el portal francés Contrapoints publicó un artículo en el cual denunciaba que el Código del Trabajo en Francia tenía 3.800 páginas, mientras que el Código Penal 3.041. Otro dato interesante que nos presenta este periódico electrónico es que en Suiza, país con una de las mayores productividades del mundo y de Europa, su Código de Trabajo posee menos de 200 páginas, y Dinamarca, otro país que disfruta de gran estabilidad económica, ni siquiera posee Código o Ley del Trabajo.

El Derecho Laboral venezolano, tal como se le conoce contemporáneamente, surgió a partir de la promulgación de la primera Ley del Trabajo del 23 de julio de 1928, (en plena dictadura gomecista) que permitió superar las disposiciones del Código Civil sobre arrendamiento de servicios que regía las relaciones laborales, y se consolida con la promulgación de la Ley del Trabajo del 16 de julio de 1936. Esta ley se mantuvo vigente por casi 55 años, durante los cuales fue objeto de sucesivas reformas parciales (en los años 1945, 1947, 1966, 1974, 1975 y 1983), sufriendo una evolución sustantiva en 1991, cuando le fue otorgado carácter orgánico, con la promulgación de la Ley Orgánica del Trabajo del 1° de mayo de 1991.

Sea como fuere, el expresidente de la República Rafael Caldera hizo el leit motiv de su carrera política sosteniendo que las leyes laborales protegían a los trabajadores de las crisis. Todavía en el año 1997 modificó una vez más la Ley Orgánica del Trabajo para bajar los efectos del pago retroactivo denominado prestaciones sociales, el cual siempre había mantenido los salarios nominales hacia la baja por su efecto en los costos de producción. Pero inmediatamente el gobierno “revolucionario” de Hugo Chávez volvió a modificar la Ley del Trabajo para volver a introducir el pago de prestaciones sociales, las cuales ante esta hiperinflación se han evaporado rápidamente. Hoy por hoy, el salario mínimo de un trabajador venezolano ronda sobre un dólar estadounidense, provocando carcajadas o lloriqueos ante el enorme fracaso de la legislación social y específica del trabajo. Un amigo empresario al leer un borrador de estas líneas me dijo que la entrega de bolsas o cajas CLAP (alimentos subsidiados o regalados) ha indispuesto a muchos habitantes de los barrios a ser cuidadosos para “buscar” empleo.

El resultado, además, ha sido la creación de la economía informal, agravada más aún con la enorme crisis económica que nos azota.  En Latinoamérica esto no ha sido nuevo, los sindicatos mexicanos con su presión en el mercado laboral de este país ha impulsado la inmigración hacia Estados Unidos. En Bolivia, es cotidiano huir hacia Brasil o hacia Argentina para buscar mejores condiciones laborales.

En fin, las leyes laborales al sur del Río Bravo han aumentado la informalidad laboral a niveles insospechables.

En 1986 un libro llamó la atención sobre el problema de la informalidad en América Latina, en efecto, El otro sendero, escrito por Hernando de Soto, en Perú, y prologado por Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, quien explica que el autor descubrió que la enorme informalidad que absorbe a la sociedad peruana tiene sus orígenes en la maraña de regulaciones, leyes, decretos administrativos, etc, etc. Esta selva de disposiciones legales y sublegales (decretos del Poder Ejecutivo) ha terminado por impulsar la corrupción, y la estructuración de una informalidad que ha salvado del hambre y de una mayor miseria al pueblo peruano. Las estadísticas de El otro sendero hablan por sí solas. Únicamente en Lima, el comercio informal daba trabajo a 439.000 personas. De los 331 mercados que hay en la ciudad 274 habían sido construidos por los informales. Entre 1960 y 1984 el Estado construyó viviendas populares por valor de 173,6 millones de dólares. En el mismo lapso, los informales pudieron construir viviendas por la suma de 8.319 millones de dólares (47 veces más que el Estado). En la actualidad, según noticias recogidas en Internet, la informalidad en Perú alcanza 71% de la población económicamente activa, agravada con la pandemia del coronavirus.

También a la legislación laboral se suma, además del coctel intervencionista y antieconomía de mercado, la disposición de elevar el salario mínimo con decretos presidenciales, lo cual empuja al alza el desempleo juvenil y el desempleo entre los menos capacitados para trabajar (analfabetos, trabajadores sin calificación técnica, etc).  Por si fuera poco, el déficit fiscal agrega a esta mezcla malsana de antitrabajo productivo la inflación y la devaluación, ya sea ex profeso o como resultado del fracaso en mantener un gasto público creciente y sostenible


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