Hace algunos años, en Montevideo, me distraje escuchando charlar a un nutrido grupo de venezolanos. Eran seis o siete, apiñados en lo más hondo de una de esas cantinas de la Ciudad Vieja, despotricando y compitiendo entre sí para ver quién era el más desdichado, el más sufrido o el que mejor había soportado las inclemencias de ser un expatriado:

—¡Es que ya no se aguanta! —exclamó uno, con la expresión penitente de una Carmelita Descalza— ¿A ustedes les parece lógico que un ingeniero como yo tenga que soportar semejante falta de respeto? ¡Habrase visto! ¡Con treinta y cinco años y repartiendo comida como un franciscano cuando en Venezuela tenía mi casa, mi carro, mi trabajo en el ministerio que, ¡ajá!, no me daba para mucho, pero sí lo suficiente como para comer ahí, más o menos y de vez en cuando pegarme una escapadita pa’ Playa Grande y Catia La Mar. ¡Ah! ¡Eso era otra cosa! Acá ni playas hay, porque a esos pozos de agua fría que le quieren vender a uno no se les puede llamar playas. Pero bueno, ahora resulta que tengo que pedalear ocho, diez y doce horas con un morralote en la espalda para que al final ni una sola persona me salude como es, diciendo: «¡Adiós, ingeniero!».

—Pero ya va, Carlos —lo interrumpió otro—. ¿A ti no te habían robado el carro en La Candelaria a la semana de haberlo comprado?

—Sí, pero…

—Y la casa de El Rosal… ¿Esa no es la que está invadida y te tiene desde hace como ocho años en una pelea con la municipalidad?

—Sí, pero…

—¡No, vale! ¡Sufrimiento es el mío! Que siendo abogado y sabiendo matraquear todavía tengo que esperar dos años hasta que me validen el título. ¡Con lo que este país podría aprovechar mi inteligencia!

Y así estuvieron un buen rato, igualando sus penurias, felices e inconscientes en su ensueño pesimista. De camino al hotel recordé que alguien, alguna vez, me dijo que en todo duelo hay cinco etapas bien diferenciadas: negación, rabia, negociación, tristeza y aceptación. Me pareció entonces que el problema de aquellos hombres es que seguían oscilando, como buenos trapecistas, entre el rechazo y la ira. Habían salido del país ilusionados, con la confianza por delante, pero con una idea muy equivocada del exilio. Un error de cálculo que ocurría mucho en esa época y que sigue ocurriendo ahora entre 5 millones de venezolanos en diáspora. Así que no me fue difícil comprender su decepción. Lo que no pude tolerar, desde luego, fue su pedantería.

Hay que decir, en honor a la verdad, que el expatriado es un sujeto raro. Una extraña mezcla de nostalgias y de olvidos, de miseria y de éxitos. No existe un solo tipo de expatriado, sino muchos, cada uno con su cruz y su rosario. Están quienes se creen acreedores, quienes se comportan como víctimas y quienes se piensan merecedores de una eterna e invariable pleitesía. De esos es mejor alejarse o guardar una distancia sana, porque la soberbia, como el virus de la gripe, se contagia. Pero también están quienes ven en la carencia, la soledad y el sacrificio una oportunidad, una ocasión insuperable para aprender y transformarse.

La Escuela Palatina de Aquisgrán, núcleo cultural del Imperio Carolingio, fue, en gran medida, el producto intelectual de un conjunto de expatriados, de advenedizos geniales como Alcuino de York, nacido en Inglaterra; Pablo de Pisa, nacido en Lombardía; y Teodulfo de Orleáns, nacido en Aragón. Ninguno de ellos poseía, como Carlomagno, sangre franca, pero todos fueron pieza esencial de la grandeza carolingia. En el nacimiento y desarrollo de la América española sucedió un proceso similar: cientos de miles de seres humanos, deliberada o involuntariamente, llegaron a este continente sin la esperanza o el deseo de volver al suyo, pero con el tiempo y tras un inevitable intercambio de valores y costumbres la escasez se convirtió en creación, dando lugar a un tipo humano totalmente nuevo, el mestizo americano. La Venezuela moderna es otro fruto del desarraigo: alemanes, portugueses, italianos, españoles, argentinos, mexicanos, sirios y libaneses, descubrieron en nuestra tierra su último destino. Por eso buscaron erigir sobre ella, con mucho empeño y resignación, una nación más digna y próspera que la que habían encontrado al llegar.

Lo cierto es que emigrar no es hacer turismo. Cada lugar con el que damos, cada nuevo hogar, merece de nosotros la mejor disposición. Una puerta abierta, una mano amiga, no es algo de todos los días, y por lo mismo corresponde que más allá de la gratitud, enriquezcamos con esfuerzo y con trabajo a la sociedad que ha decidido acogernos. Nadie nos debe nada por lo que hicimos o quienes fuimos en el pasado. Es lo que podemos construir en el presente, lo que podemos proyectar hacia el futuro, lo que importa en realidad.

Que a los venezolanos se nos reconozca en el extranjero por ser diligentes y capacitados es algo positivo, que nos apunten con un dedo por «vivos» y estrafalarios, no. Son esos los elementos que debemos corregir, los defectos morales de la idiosincrasia.

Sé que no es fácil entender, en medio de un proceso adaptativo como el del éxodo actual, que todo fenómeno histórico trae consigo una enseñanza, pero qué desafortunado sería que, por fijar la vista sólo en lo negativo, perdiéramos la oportunidad de ser más humildes, productivos e independientes. Esa sería la catástrofe real, la verdadera tragedia del pueblo venezolano: que tras este malestar tan largo e indefinido termináramos donde empezamos, con los mismos vicios y sin nada que ofrecer como legado.

@LPCompartida


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