Homero descubrió que en la Ilíada las Horas detectaban la humedad del cielo. Encontró que abrían y cerraban las puertas del Olimpo, el templo construido en la montaña más alta de Grecia donde residen los dioses: Zeus, el dios máximo; Hera, Hefesto, Atenea, Apolo, Artemisa, Ares, Afrodita, Hestia, Hermes, Deméter y Poseidón. Las Horas significan todo para Homero y para mí: condensan y disipan las nubes, pero también dirigen y encauzan la vida humana. Eran hijas de Zeus y ninguno de nosotros podía atentar contra ellas porque Zeus, indignado, nos lanzaría un rayo para despedazarnos.

Doce Horas rodeaban el trono de Helios, el Sol, y eran las encargadas de enganchar los caballos al carro que llevaba al hermano de Selene, la luna y de Eos, la aurora, hasta el Océano que cercaba al mundo. Emprendía el viaje cada día a partir del Este y al llegar al Oeste de lo conocido se devolvía por debajo del mar en su célebre viaje nocturno hasta alcanzar de nuevo el punto de partida y recomenzar. Homero afirmó que en un determinado momento, los caballos parecían “¡toros solares!”.

Esa manera de rodear al Sol resulta similar al orden que reina en el cielo católico con los ángeles, arcángeles y querubines que se encuentran a la derecha y a la izquierda del Dios de barba y figura humana que no vacilaríamos en llamarlo Zeus. De manera que las Horas son fuerzas de carácter cósmico y son las que permiten que tomen impulso nuestras acciones. Es posible que alguna se detenga y favorezca reflexiones sobre la nobleza o el descarado agravio de nuestros ímpetus. ¡Pero no es esa su tarea! Su verdadera ocupación es medir el Tiempo que pasa a nuestro lado sin saludar ni pedir permiso; que parece huir de nosotros para alcanzar a la muerte que nos espera al otro lado del puente construido sobre el río de la vida.

Por eso quisiéramos ser un reloj de arena para darle vuelta cuando la arena termina de caer en el otro recipiente y  seguir viviendo, impertérritos, el tiempo que le asignemos.

Las Horas nos marcan, nos determinan. Señalan nuestro nacimiento, el transcurso de la existencia y el término dulce, airado o espectacular y catastrófico de nuestra muerte. Dibujan el rostro del ser que amamos, pero pueden también desfigurarlo tachando la sonrisa que lo enaltece. Es pedirle a Zeus que las multiplique y exigirle al tiempo que acelere su paso y petrifique al usurpador del trono con achaques de ancianidad.

A veces, las Horas se encrespan. Discrepan, difieren, se enredan en discusiones tristes, banales o de extrema trascendencia. Por lo general, discuten si el venezolano se siente reflejado en la amplitud y trágica efervescencia latinoamericana o si prefiere hundirse en la búsqueda de una innecesaria identidad en lugar de aceptar y glorificar el mestizaje que cada día nos hace más plurales sin dejar de ser venezolanos y universales.

Otra veces se afincan en la reflexión solidaria que plantea la solución al hambre que padece algún país africano agobiado y fragmentado o como en el caso venezolano, precipitado a un abismo sin fondo por la intolerante absurdidad militar y el desconsuelo de estar gobernado por estúpidos magistrados.

Ávidas, codiciosas, de estrecha conciencia e ilimitadas apetencias de los dineros del Tesoro Público aparecen las que se reúnen, jubilosas e impunes, para alargar el tiempo de las ofensas y de las equivocaciones y excluir a una oposición que busca afanosamente el apoyo de otras Horas no viciadas que aspiran a devolver al afligido y destartalado país una vida serena, apacible y laboriosa sin militares deshonestos, sin civiles desvergonzados, paleros, santeros y traficantes de estupefacientes.

Pero las codiciosas se alinean, se turnan, hacen guardia armadas hasta los dientes para que el agrio olor de los  cuarteles siga fortaleciendo al régimen mientras otras mas dignas tratan de organizar sus ideas, unirse, entender que el destino del país supera toda apetencia personal, armar sus estrategias, esperar que Guaidó asuma su majestad presidencial, neutralice a los militares y gobierne sacando del palacio al colombiano usurpador.

Este es un tiempo en el que ya nadie se asombra por nada. Sin embargo, soy una de esas raras Horas que se maravillan porque observa que simultáneamente hay un país venezolano que se derrumba mientras va emergiendo de sus escombros otro país nuevo y dispuesto a inventarse; a ser mas ágil, más creativo, capaz de respirar hondo y pensar que tiene los pulmones y el tórax de Luciano Pavarotti.

¡Anhelo el momento en que las Horas de Homero, que son también las mías, abran las puertas de un nuevo Olimpo y enganchen los caballos al carro del Sol!


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