En su reciente cumbre de San Francisco, el presidente estadounidense, Joe Biden, y el presidente chino, Xi Jinping, avanzaron en algunas áreas clave. En particular, acordaron reanudar las comunicaciones directas entre militares -que China había suspendido el año pasado, tras una visita de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a Taiwán- para reducir las posibilidades de un conflicto accidental. Pero ninguno de los dos líderes estaba negociando desde una posición especialmente fuerte: mientras Biden lucha con unos bajos índices de aprobación, Xi supervisa una economía que se debilita rápidamente.

Las noticias económicas de China son malas desde hace tiempo. El crecimiento se ralentiza, la población disminuye, el sector inmobiliario sufre enormes pérdidas, los bancos se enfrentan a créditos morosos y la inversión extranjera se reduce. Cada uno de estos acontecimientos tiene su causa y su cura, pero juntos dibujan un panorama sombrío, tan sombrío que algunos se preguntan si China se enfrenta a un largo periodo de estancamiento similar al que acaba de superar Japón.

Al igual que China, Japón se benefició de un prolongado período de sólidos resultados económicos -el crecimiento del PIB en las décadas de 1950 y 1960 alcanzó una media del 9-10%– antes de ralentizarse hasta un crecimiento del 5-6% en las décadas de 1970 y 1980. Esto no es difícil de explicar. A medida que la renta per cápita alcanza a la de las economías avanzadas, el aumento de la renta per cápita se hace más difícil de sostener y el crecimiento del PIB se ralentiza. Este patrón -conocido como «convergencia del crecimiento»- también puede observarse en Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán.

Esta ralentización del crecimiento de la renta per cápita puede producirse antes de que una economía haya alcanzado el estatus de renta alta. Puede surgir en niveles de renta media, de modo que, en lugar de lograr la convergencia, los países quedan atrapados en la llamada trampa de la renta media. China, que hasta hace una década iba camino de alcanzar el estatus de país de renta alta, podría estar cayendo precisamente en esta trampa.

El descenso de la población china en edad de trabajar hace que esto sea aún más probable. En Japón, la disminución de la población activa está frenando el crecimiento total en aproximadamente un punto porcentual: la tasa de crecimiento potencial per cápita se mantiene entre 1,5% y 2%, pero se calcula que la tasa de crecimiento potencial global es inferior a 1%. Dado que China se enfrenta a tendencias demográficas igualmente desfavorables –herencia de décadas de estrictas políticas de planificación familiar-, el gobierno se ha visto obligado a rebajar su objetivo de crecimiento a 5%.

Las dificultades del sector inmobiliario chino también se asemejan a la experiencia japonesa. En la segunda mitad de la década de 1980, las cotizaciones bursátiles japonesas se triplicaron y los precios del suelo se cuadruplicaron, inflando una burbuja de precios de los activos que se desplomaría en la década de 1990. Hasta ahora, los auges inmobiliarios de China -de los que ha habido unos cuantos en las dos últimas décadas- no han desembocado en un desplome, sino que los precios se han estancado en niveles muy altos. Pero esta vez podría ser diferente.

Para empezar, el boom inmobiliario de China ya se ha extendido a ciudades de tercer y cuarto nivel, una señal premonitoria, dado que la burbuja de Japón se extendió a ciudades de provincias y zonas forestales sin desarrollar justo antes de colapsar. Además, a diferencia de Japón, los promotores chinos han construido un gran número de viviendas vacías. Según la Oficina Nacional de Estadísticas de China, la superficie combinada de viviendas sin vender en el país ascendía a 648 millones de metros cuadrados (7.000 millones de pies cuadrados).

A esto hay que añadir todos los proyectos residenciales que no se han terminado debido a problemas de liquidez de los promotores inmobiliarios, algunos de los cuales -el más destacado, Evergrande– han sido incapaces de pagar sus deudas. Estos retrasos han llevado a algunos compradores de viviendas chinos -que deben cubrir el precio íntegro de la unidad que adquieren aunque la construcción no esté terminada- a dejar de pagar la hipoteca.

Los riesgos no recaen exclusivamente en entidades privadas. En China, a diferencia de Japón, las administraciones locales han participado activamente en la promoción inmobiliaria, arrendando terrenos a promotores y financiando proyectos. Así pues, las turbulencias en el sector inmobiliario afectan directamente al presupuesto público.

Pero quizá la mayor amenaza para el crecimiento económico y el desarrollo de China sea el propio Xi. Xi se ha pasado los últimos años reforzando el control gubernamental sobre todos los aspectos de la vida del país, incluida la economía. La represión de grandes empresas tecnológicas como Alibaba, que comenzó a finales de 2020, es un buen ejemplo.

Aunque desde entonces los reguladores han retrocedido un poco y el gobierno de China está apoyando activamente a las industrias de alta tecnología como los vehículos eléctricos, la obsesión de Xi por el control sigue planteando una grave amenaza para las perspectivas de China. No sólo obstaculiza la innovación de las empresas nacionales, sino que también desalienta la inversión extranjera.

Ya hay empresas extranjeras, como el grupo de encuestas y consultoría Gallup, que están huyendo del país. Esto puede explicarse en parte por la ralentización económica de China, que ha reducido la disponibilidad de oportunidades de inversión de alto rendimiento y, junto con las tendencias demográficas, promete reducir el mercado chino con el tiempo. Pero, dado que China sigue aspirando a un crecimiento del 5%, es evidente que hay algo más.

De hecho, a las empresas extranjeras les preocupa convertirse en el blanco de investigaciones antimonopolio espurias, y temen que la recién ampliada, pero deliberadamente vaga, ley contra el espionaje pueda dar lugar a que sean castigadas por actividades empresariales normales. Por supuesto, las restricciones estadounidenses a las exportaciones de alta tecnología y a la inversión en China no ayudan a mejorar la situación.

La China actual comparte muchas características con el Japón de los años ochenta. Pero los mayores riesgos para sus perspectivas económicas son internos. Al priorizar la seguridad y la estabilidad -mediante la vigilancia, el control y la coerción- sobre el dinamismo económico, los dirigentes chinos están abandonando algunas de las políticas y principios que sustentaron el «milagro económico» del país. A menos que cambien de rumbo, toda la economía mundial se resentirá.


Takatoshi Ito fue viceministro de Finanzas de Japón y es catedrático de Economía en la Universidad de Columbia.

Artículo publicado en elEconomista.es


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