El género del slapstick, de la comedia física, no ganará el Oscar pero es uno de los que sostiene el negocio de Hollywood, desde los tiempos silentes de Chaplin, Harold Loyd y Buster Keaton, consiguiendo una evolución parlante en los hermanos Marx.

Rápidos y furiosos 9 ha conquistado el primer lugar de la taquilla en la larga temporada de la pandemia, gracias a que recupera la sana tradición de elaborar una maquinaria aceitada de humor autoconsciente y paródico, sobre la base de una franquicia que mira al pasado con una nostalgia entre clásica y caricaturesca.

Así el gran público encuentra un desahogo en la historia de la familia disfuncional que lidera Toretto, con sus mejores amigos y enemigos, dándose porrazos y planificando viajes a la luna como una versión afrodescendiente de las aventuras espaciales de Meliés a Kubrick.

A partir de la primera película, la serie ha ido sembrando semillas de una discreta disrupción, dentro de la estructura monocorde de la meca, logrando enganchar a una audiencia de minorías y sectores demográficos que conectan con las andanzas de un grupo de “Avengers” del gueto, orgullosos de su origen periférico, hacia a la baja de la clase media.

Uno de los atributos de la novena parte, radica en volver a superar los límites de la fantasía y del más difícil todavía, al quebrar el pacto con la verosimilitud para descomprimir la rigidez del espectador, haciéndolo copartícipe de un espectáculo circense de misión imposible en el universo del cómic live action.

Como los blancos han dominado la estética de la conquista espacial, los negros de la saga planifican la aventura riesgosa de desactivar un satélite en la luna, por medio de una estrategia alternativa de “hazlo tú mismo”, sin necesidad de depender de los canales institucionales de la NASA.

La secuencia es un delirio de principio a fin, recompensado por las risas y las emociones del respetable, quien vive como propia la experiencia de los personajes.

A lo mejor en un futuro volaremos a Marte en automóviles y cohetes personalizados.

Por lo pronto, Rápidos y furiosos 9 cumple con su loable tarea de escenificar sueños audiovisuales, en aras de disipar la nube de pesadillas que surgieron en los años del confinamiento.

El covid-19 no pudo aniquilar a los héroes y seres extraordinarios de la producción, ofreciendo consuelo y esperanza de resiliencia.

Aparte de su resistente engranaje de efectos y sentimientos populares, Rápidos y furiosos confía en el poder narrativo de su mitología, recuperando secundarios descartados e incorporando nuevos cameos y fichas para el equipo, como su lista VIP de reguetoneros.

Don Omar reaparece en una escena, dándole el testigo a Ozuna y Bad Bunny, cuya canción va cerrando la función.

Antes disfrutamos de un emotivo relato de Caín y Abel, a cargo de dos hermanos de Amores perros, separados por la incomunicación, unificados por un destino de enfrentar a la amenaza común.

La película sería una precuela, a modo de flash back. El actor Vin Diesel retorna a un terreno seguro, con sus compinches de la trama, permitiéndole una redención económica a su empresa y a su destino comercial.

La industria, generalmente mezquina, debería agradecérselo con premios y reconocimientos.

Rápidos y furiosos 9 ha devuelto la fe al golpeado sector de la exhibición, castigado por los cierres y los miedos al contagio.

Nosotros la vimos en una sala del Centro San Ignacio de Caracas, acondicionada con medidas de bioseguridad y distanciamiento social.

Aquí estamos y la pasamos de maravilla, abordando la construcción sideral de Rápidos y furiosos 9, un cine high tech de barraca de feria, con dos horas garantizadas de distracción, arte y entretenimiento pop.

Una tendencia que consolida el valor de la franquicia, como sostén de unas salas afectadas por el coronavirus y otros agentes estatales que quieren boicotearlas o “nacionalizarlas”.

De las serias amenazas contra el cine en Venezuela hablaremos más adelante.


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