Recientemente tuve la oportunidad de viajar a Niza, Francia. Una ciudad excepcional y consistente con la fama que precede a la costa azul francesa. Sin embargo, no vengo a hablarles de las maravillas turísticas del viejo continente sino de un fenómeno recurrente que he visto en varios de mis viajes, a saber: cómo la cooperación voluntaria hace de las suyas en el comportamiento de los turistas, y claro, termina por ordenar la vida de los que por allí transitan, sin caos ni alboroto.

La imagen es bastante clara. Imaginen una postal de ensueño en la hermosa costa, los azules que se entrecruzan con un clima que despide el verano y da la bienvenida al otoño. Y justo allí, un château erigido en el siglo XVII. Y en el medio de la postal, un grupo de turistas tras otro esperando su turno para tomar una fotografía. Cuando llega el momento de la ansiada toma, se recurre a la solicitud: se le pide a otro turista que por favor le tome una fotografía a la persona o al grupo que está allí posando. Como respuesta, el primero en dar la foto, probablemente le pida también a la persona que se le hizo la foto primero que haga lo mismo por ella.

Estamos en presencia de un mercado de “permuta de fotos”. Y si bien esto pudiera sonar algo jocoso, en el fondo refleja cómo de forma voluntaria, sin mayor autoridad de por medio las personas de forma pacífica cumplen sus metas y aspiraciones. Esta premisa bien pudiera extrapolarse a otros ámbitos de la vida humana. Desde la compra de víveres hasta el movimiento en las calles. Habrá quien pudiera objetar el argumento. Se dirá, por ejemplo, ¿qué sucedería si la persona que va a tomar la fotografía en vez de tomarla sustrae el teléfono o la cámara? Habría, sí, un acto de violencia y por supuesto una forma de amenaza al derecho de propiedad y a la propia libertad del individuo.

Es posible ese escenario, sin duda. Pero es menos probable que el de la cooperación. Si nuestras interacciones con otros seres humanos se fundamentaran en pensar siempre lo peor de los demás, la cooperación social sería imposible, inviable, porque no hubiera un mínimo de confianza que genere los cimientos para el intercambio de información que hace posible la vida en sociedad. Son pocos los que salen a la calle pensando que van a sufrir un ataque, un atentado, un acto de agresión. Precisamente por ello las sociedades que basan sus códigos de interacción en la violencia tienden a estar sujetas a mayores grados de disfuncionalidad. Así pues, creemos que estas premisas deben ser analizadas como las excepciones y no la regla de la conducta humana.

En resumidas cuentas, ¿qué es lo que le lleva a una persona pedirle a otra que la asista, y que a cambio la otra también reciba un tipo de apoyo?, ¿qué incentivos llevan a las personas a pensar que en su entorno prevalece el bienestar, como en el caso de las fotografías? Lo contrario sería, probablemente, un sistema con una autoridad que vigile el intercambio de fotos, anulando la cooperación voluntaria. ¿Sería viable?

Me llevo esta pequeña reflexión porque hoy más que nunca reafirmo la premisa de que las interacciones privadas, pequeñas, son mucho más valiosas de lo que pensamos, y tienen mayor incidencia de lo que imaginamos en la salvaguarda de la sociedad y su funcionamiento. Ojalá tengamos la capacidad de extrapolar estas premisas a otros ámbitos de nuestras vidas, y tengamos más fe en el poder de nuestros actos diarios, hechos libremente. Como es el caso de una sencilla fotografía.

 


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