Pienso que la persistencia destructora de los supremos presuntos en toda la América Latina (más con mayor gravedad en nuestro país) tiene relación con esos importantísimos registros históricos de inexplicables equivocaciones. Cuando la ignorancia rinde culto a truanes es catastrófica, empero cada vez que la inteligencia yerra las consecuencias son más devastadoras. Soy un iconoclasta confeso (que no destructor de imágenes sagradas sino contrario a quienes adoran esos fetiches, los «iconódulos») que jamás exigiría a ninguna persona convertirse a la «irreverencia doctrinal».

He conocido personas que adoran al hereje hijo mitológico de Zeus llamado Ares, ese que fue por Heras parido. Cuando publiqué Dionisia, una de mis novelas ridículamente calificadas de satánicas (edición de la Universidad de Los Andes, 1993) tuve la insólita experiencia de ver cómo un grupo de cinco jóvenes góticos se arrodillaba ante mí en la Plaza Bolívar de Mérida reverenciándome, diciéndose, uno al otro, que yo era un «príncipe de legión». Acto reflejo, toqué sus cabezas y los ayudé a levantarse. No sentí que me ofendían ni les reproché el gesto. Si increpo a veces a otros para que enmienden, lo hago con propósitos no cerriles: hay situaciones que apremian reparos, sin previa y teologales exigencias de contriciones.

Un talentoso cineasta, escritor y amigo se inquietó porque enlacé uno de mis tuis con un manifiesto de repudio a profetas del dios-estado-tiránico y publiqué, en mi muro de Meta, un manifiesto de repudio contra el totalitarismo. Sugerí a ciertos e incorregibles hacedores de la cultura venezolana no firmar adhesiones a flagrantes criminales de lesa humanidad. Para oportunistas e intermediarios, mi tesis fractura la moción de fomentar diálogos entre vejados y hegemónicos que ufanan ser amos de repúblicas (recordemos a quien cortó la nación venezolana como tarta, y la repartió a golosos que más tarde escaparían del país con alforjas repletas de divisas imperiales norteamericanas).

Estoy persuadido de lo siguiente: el asalto al poder del mando venezolano por parte de quienes ya socavaron suficiente, quienes prosiguen «flagrantes», y generaciones de relevo que están «en proceso de» cometer toda clase de abominaciones, tiene ardorosos y de catedral monaguillos. En naciones donde los intelectuales no viven desubicados, los escritores y artistas conforman la Catedral de cada país: los «plus» o «ultra» libertarios, no extremistas o pérfidos.

Padecemos a mujeres y hombres en ejercicio de funciones de gobierno no constitucionales, sin empacho detestables, que arrogan infalibilidad. En el traspatio, algunos  que se declararon (mediante firma y con calzados puestos) fans de un memorable jefatural del oprobio en el mundo culminaron por escupir, como impolutos y a hurtadillas, en las redes de disociados. Un sujeto cuya conducta sea explícitamente incendiaria de preceptos fundamentales para la civilización no merece la rúbrica adepta de ninguna mujer u hombre de letras, artes o ciencias, sean exactas o no. Deplorable proferir casi a oscuras, confiados que la historia carece de importancia y no despierta suficiente interés, que ciertos genocidas lo son por antojos de mesiánicos del imaginario popular.

La persistencia en el error que protagonizan los supremos presuntos no parece tozudez: es alevosa, premeditada. Indigesta que alguien pretenda argüir que todo depende de conceptos panfletarios como la geopolítica y lucha de los sub tantas cosas ante imperios, y no culpa de ineptos patéticamente inimputables: que, además, soberbios, exhibicionistas. En naciones donde los principales infieren que todos somos presuntos y no ellos, los seres pensantes estamos obligados enfadarlos sin declinar por miedo. Estamos compelidos ser sagaces porque Robespierre, Stalin y Hitler mueren y resucitan cada instante.

@jurescritor

 


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