Se podría decir que desde que el mundo es mundo el hombre ha visto constantes conspiraciones a su alrededor, conspiraciones y maquinaciones terrenales, y  hasta celestiales, si vamos al caso. En los años setenta, por ejemplo, estuvo muy de moda la teoría según la cual los norteamericanos nunca habían estado en la Luna y las imágenes que se transmitieron por televisión habían sido tomadas en el desierto de Arizona. Otro tanto sucedió con la muerte de ciertos personajes, como Elvis o  Marilyn, el 11-S o el dominio mundial de los illuminatis. Desde la antigüedad es común atribuir a las intrigas de otros –sean de aquí o de allá– nuestra fortuna o la simple marcha de los asuntos humanos. Para los antiguos griegos y romanos, aparte de las constantes componendas de sus semejantes, existían toda suerte de augurios procedentes del más allá que presagiaban el porvenir, lo que los impulsaba a realizar verdaderas hecatombes en busca del beneficio de los dioses. Los atenienses creían, por ejemplo, que eran las Moiras las que tejían el destino de los hombres: Cloto hilaba la hebra de vida con una rueca, Láquesis medía el hilo de la vida y Átropos era quien le ponía fin.

Tal vez todo ello sea parte de lo que los psicólogos llaman Locus de control externo o, lo que es lo mismo, la percepción que poseemos de que todo los que nos ocurre no depende de nosotros y es resultado del azar o la decisión de otros, una actitud bastante premoderna a la cual se rebelaron renacentistas como Giordano Bruno, Pico della Mirandola o Tommaso Campanella al situar al hombre en el centro de la creación, provisto de entendimiento y muy por encima de los otros animales. Como llegó a sostener Sartre, la libertad es responsabilidad total en soledad absoluta. Pero como también nos dejó dicho Turguenev en su obra Humo, “las costumbres del servilismo se han arraigado demasiado hondo en nosotros. En todo y en todas partes necesitamos siempre  un amo; ese amo suele ser la mayor parte de las veces un ser vivo, pero a veces también cierta tendencia”.

Desde este mismo punto de vista podríamos analizar, como lo hace Kenneth Minogue en su texto La teoría pura de la ideología, la obra de K. Marx para llegar a la conclusión, como sugiere este autor, que una de las teorías más premodernas y logradas en ese sentido sea el materialismo histórico, aquello de que la historia es una constante lucha que irremediablemente nos conducirá a la eliminación de las clases sociales, la propiedad privada, el Estado y la misma política. Si no hay algo aquí más conspirativo y dependiente de fuerzas externas (en este caso, la historia) que baje Dios y lo vea.

En fin, cuanto más incertidumbres tengamos, cuanto más difuminado, difícil de asir y liquido sea nuestro entorno, en esa misma medida más buscaremos tener  certezas absolutas. Esto nos pasó particularmente a nosotros como sociedad cuando nos sentimos perdidos ante la apabullante corrupción de nuestros líderes y el manejo de nuestros medios de comunicación, y salimos corriendo a poner nuestro destino en manos de un atrabiliario mesías. El resultado ya lo conocemos: veinte años de retrocesos en todos los órdenes de la sociedad.

Ahora el covid-19 y lo sucedido en Wuhan ha venido a reforzar esa tendencia y hoy nos vemos invadidos por todo tipo de teorías de la conspiración que nos hablan de las más variadas y estrambóticas situaciones. Ciertas o no, parece que necesitamos hoy más que nunca aferrarnos a una teoría que explique íntegramente toda esta crisis por la que estamos atravesando y de la que mucho me temo no saldremos incólume, ni física ni mental ni económicamente.


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