El 11 de septiembre de este año se conmemora el 21 aniversario de la incepción de la Carta Democrática Interamericana (CDI), el documento interamericano más importante para la protección y promoción democrática en América y el Caribe. Este documento político engloba la idea liberal de la “democratización colectiva”, donde las democracias de la región cooperan a través de instituciones internacionales —como la OEA— y coordinan acciones para prevenir reversiones autoritarias. La Carta representa dicho ideal al atribuir a los 34 Estados soberanos de la región la legitimidad para intervenir colectivamente no solo en casos de golpes de Estado sino también de retrocesos democráticos (Art. 19-21).

Ciertamente, el optimismo fantasioso de la CDI es representado por el ministro de Relaciones Exteriores de República Dominicana al momento de aprobar la Carta en 2001, exponiendo que el nuevo Sistema Democrático Interamericano (SDI) “constituirá una garantía para la promoción, el perfeccionamiento y la defensa de la democracia en las Américas”.

No obstante, 21 años más tarde, se puede evaluar al actual SDI como un remarcable fracaso. La OEA y las naciones democráticas de la región han fallado en proporcionar un SDI garante de protección democrática en otros países que han sufrido de reversiones autoritarias. En las últimas dos décadas, la amenaza más grande a la democracia no ha surgido de golpes militares o insurrecciones populares, sino de líderes democráticamente electos. Dictadores disfrazados de demócratas han usado las frágiles instituciones y procesos democráticos para afianzar su poder personalista y partidista a expensas de la pluralidad, transparencia y participación política.

Los casos de Nicaragua y Venezuela son indudablemente los más infames pero perfectos de este proceso, consiguiendo ambos regímenes instaurar, junto con Cuba, las más represivas dictaduras del hemisferio. Otros casos en los que la democracia fue desmantelada en menor grado o profundidad fue en las “bolivarianas” Bolivia de Evo Morales y Ecuador con Rafael Correa, así también con el derechista Juan Orlando Hernández en Honduras. Recientemente, frente a nuestros ojos hemos visto cómo la democracia salvadoreña también esta siendo lentamente destruida por las ambiciones personalistas del presidente Nayib Bukele.

Muchos observadores habrían pensado que, ante estas claras y visibles amenazas a la democracia, la cláusula de democratización colectiva de la CDI, y promovida por la OEA, sería firmemente empleada para contener avances autoritarios y aprobar medidas efectivas y consensuadas en pro de la democratización. Pero esto, lamentable pero predeciblemente, nunca sucedió.

Existen cuatro razones que explican esto.

En primer lugar, la democracia ha podido ser desmantelada en estos casos porque realmente nunca se aprobaron respuestas democráticas, multilaterales y colectivas fuertes ante tácticas autoritarias. La OEA y sus Estados han tomado la pasiva posición del bombero: toman medidas cuando el fuego se ha creado, pero no para prevenirlo. La miopía con la que gobiernos de izquierda y derecha han actuado frente a procesos de autocratización demuestra el modus operandi del SDI: las acciones democratizadoras se toman de forma ya tardía cuando se han establecido regímenes antidemocráticos y únicamente cuando graves eventos suceden (crisis electorales, masivas protestas o intensa represión). El SDI, por ende, carece de mecanismos de acción preventiva que obliguen a Estados a actuar de forma rápida y contundente.

Segundo, los intereses políticos e ideológicos chocan directamente con la idea fantasiosa de que países, por el hecho de ser democráticos, van a condenar todas las autocracias. Los Estados generalmente actúan basados en sus intereses nacionales, por lo que sus acciones a nivel internacional serán aquellas que avancen y promuevan su prosperidad económica, política y su seguridad. Las pequeñas democracias del Caribe, por ejemplo, han demostrado esta actitud al condenar de forma casi unánime a la dictadura nicaragüense desde 2019, mientras que la gran mayoría se ha abstenido o rechazado acciones democratizadoras a Venezuela dado el beneficioso programa de Petrocaribe. En un SDI ideal, las democracias caribeñas —las más liberales de la región­— hubiesen puesto a un lado dichos intereses para promover sanciones y medidas democráticas en contra de cualquier dictadura. Pero así no funcionan las relaciones internacionales.

Asimismo, la actitud casi predecible de países latinoamericanos en condenar solamente a rivales ideológicos o aplicar las normas de no intervención para reguardar a aliados ideológicos bloquea al SDI de ser verdaderamente garante de la democracia en la región. Por ejemplo, las acciones condenatorias contra Maduro y Ortega sucedieron luego de un giro a la derecha en la región, especialmente en países importantes como Argentina y Brasil. No obstante, dichas acciones brillaron por su ausencia ante el creciente autoritarismo del derechista presidente Hernández cuando ganó injustamente las elecciones en 2017. Es decir, la primacía de intereses políticos e ideológicos sobre ideales democratizadores y liberales han cierta y predeciblemente condenado al SDI al fracaso.

Tercero, el declive hegemónico de Estados Unidos en la región, añadido a su indiferencia con la misma, han dejado al SDI sin brújula ni liderazgo. Cuando la CDI fue aprobada en 2001, Estados Unidos lideró los esfuerzos de construir una región libre de dictaduras, auspiciándose en las directrices liberales de la cooperación entre aliados y coordinación mediante instituciones internacionales. Infaliblemente, un factor clave fue el llamado “momento unilateral” que disfrutaba Estados Unidos como la única superpotencia en el plano internacional. Pero dicho “momento” se ha esfumado con la sorprendente amenaza que representa China y el resurgimiento de gran potencia de Rusia. Con las miras puestas en los últimos años en Asia y el Oriente Medio, y ahora sobre Europa, no existe un liderazgo serio, firme y creíble por parte de Estados Unidos para tomar seriamente las amenazas que representan las dictaduras en el Hemisferio Occidental. Por ende, el actual sistema internacional y la falta de interés de Estados Unidos por Latinoamérica y el Caribe han desamparado al actual SDI y a su desplome.

Finalmente, es imprescindible comprender que las instituciones internacionales como la OEA y su Secretaría General juegan un rol mínimo y a veces hasta nulo en influenciar procesos de democratización en otros Estados. Una de las razones es que estas instituciones, en sí mismas, no pueden obligar a otros países a comportarse de una forma que contradiga sus intereses políticos. Por eso la OEA ha jugado un rol muy limitado en hacer que las democracias caribeñas o naciones latinoamericanas dejen a un lado sus intereses políticos e ideológicos para condenar fuerte y firmemente a todas las dictaduras. Si bien esto ha sido una realidad irrefutable en los últimos 20 años, el caso más reciente de El Salvador demuestra dichas limitaciones, ya que Luís Almagro ha denunciado al autoritarismo de Bukele numerosas veces, pero las democracias de la región han permanecido mayormente calladas. Además, los esfuerzos de Almagro solo han conseguido alejar a Bukele del SDI.

Inclusive si los lectores notan correctamente el rol democratizador de la OEA en la autocrática Bolivia de Evo, dicha acción ocurrió porque el mismo Evo firmó un acuerdo vinculante sobre una auditoria a las elecciones de 2019 que últimamente fueron fraudulentas. Es decir, Evo firmó la sentencia de muerte de su propio régimen al ceder soberanía a la OEA. Esta dinámica ha sido la excepción y no la norma.

El presente del SDI está en un desafortunado estado de coma. Su futuro debe ser evaluado, reformado y mejorado; pero la reforma del SDI debe contar con un creíble y vigoroso liderazgo de Estados Unidos y un compromiso irrestricto de las democracias latinoamericanas y caribeñas por condenar y sancionar cualquier retroceso al autoritarismo en la región. Ambas condiciones están muy lejos de darse por los motivos antes expuestos. Los futuros autócratas se ven favorecidos por las débiles restricciones del actual SDI. El futuro de la democracia en la región está, lamentablemente, en la cuerda floja.


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