Las medidas de retorsión o contramedidas –según el derecho internacional– adoptadas por la Casa Blanca contra la empresa criminal transnacional que mantiene bajo secuestro a Venezuela y destruye sus fundamentos como Estado, lleva a algunos políticos de medianía, más que a los afectados, a reaccionar con indignación. ¡Algo muy extraño!

Cada uno es libre de tener sus afectos o desafectos con el mundo exterior, que en el caso de las naciones iberoamericanas es lo propio frente a Estados Unidos –no ocurre con las de origen lusitano, como Brasil– por razones intestinas, que nos vienen desde las guerras fratricidas por la Independencia.

Con aquel opera una suerte de doble rasero intelectual –lo constato en el mismo epistolario de Simón Bolívar, quien afirma que plaga a América de “miseria en nombre de la libertad” y a la vez recomienda hablar ante los Parlamentos copiando los discursos del “presidente de Estados Unidos”– lo que bien me resume un antiguo colega de la Corte Interamericana: Ustedes mueren y no van al cielo sino a Miami.

Lo cierto es que quienes más se rasgan las vestiduras para endosar otro traje como antiimperialistas de circunstancia o fingir vergüenza de admirar a esa gran nación del norte son los que sufren si el “imperio” les reduce sus privilegios e impide disfrutar de sus mieles.

Corren los años setenta del pasado siglo cuando, al concluir un conversatorio sobre Puerto Rico en la Universidad de Pittsburg, dos dirigentes fundacionales comunistas venezolanos participantes me piden llevarlos a conocer Nueva York, antes de regresar a Caracas. No olvido sus caras, creían estar en la presencia del Dios humanado.

Al caso y en nuestro caso, la mala memoria o la ingratitud –ambas herencias europea y española– omite hechos desdorosos de nuestro recorrido y el auxilio norteamericano siempre presente para sacarnos las castañas del fuego, sin que a cambio nos invadan.

Nos tiende la mano ante un Cipriano Castro que no honra sus deudas con las potencias del Viejo Mundo por daños causados a sus nacionales durante nuestras revoluciones, por lo que media para ponerle fin al bloqueo armado europeo de nuestros puertos; o al Inglaterra intentar quitarnos nuestro costado oriental hasta más allá de las bocas del Orinoco, coludida con los rusos.

El memorándum póstumo de Severo Mallet Prevost, nuestro abogado gringo –“albino” le llamaría Bolívar–, es el que remienda, en efecto, la última situación, que permite al gobierno de Rómulo Betancourt denunciar la corrupción habida durante el dictado del Laudo de París de 1897 y al gobierno de Raúl Leoni firmar el Acuerdo de Ginebra, abriéndonos espacios para la reclamación del Esequibo a partir de 1966; logro que tiran por la borda los felones de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

Rafael Caldera luego denuncia el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos –que lo viola este para restringir sus importaciones petroleras– sin que nos agreda el Departamento de Estado; sabiendo, incluso, que perdían los beneficios de nuestra expansión comercial hacia Latinoamérica y el mundo andino.

Las contramedidas recién impuestas contra el usurpador Maduro y sus cómplices políticos y económicos –para impedirles vender, transar y robarse los bienes y dineros que hacen parte del patrimonio nacional de Venezuela– las protesta, con inenarrable cinismo, Europa. También Michelle Bachelet, la alta comisionada de la ONU, que ayer se escandaliza por los crímenes del primero. Olvidan que en su momento los europeos las adoptan contra Polonia (1980), suspendiéndole la ayuda alimentaria; también contra la Argentina (1982); así como Francia lo hace contra Suráfrica por el apartheid, en 1985.

Estados Unidos suspende sus ayudas públicas a los Estados que expropian bienes de americanos sin indemnización, durante los años sesenta, o que no respeten los derechos humanos, como lo decide Jimmy Carter entre 1977 y 1980; pues la retorsión es una medida nacional y territorial unilateral y legítima, según el derecho internacional. La ejecuta todo Estado afectado como respuesta apropiada, provisional, y proporcional ante el comportamiento internacionalmente ilícito de otro Estado –en el caso el comportamiento criminal de lesa humanidad, más que ilícito, del régimen usurpador de Maduro– a fin de hacerlo respetar y acatar las reglas que impone el mismo derecho internacional, y para que repare los daños causados.

Los límites que impone la doctrina jurídica internacional son precisos. Se cumplen esta vez. No pueden significar uso de la fuerza, o vulnerar derechos humanos y principios humanitarios.

Las contramedidas que comentamos tienen como propósito, justamente, ponerle coto al robo de los dineros públicos venezolanos y a las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que ejecutan el mismo Maduro y los suyos. Tampoco pueden –como lo dice el Instituto de Derecho Internacional– destruir la economía del país afectado, o poner en peligro su integridad territorial o independencia política.

Es palmario, es máxima de la experiencia silenciada a propósito por los europeos y la Bachelet, que la economía de Venezuela ha sido destruida de raíz por el régimen sancionado; que ha enajenado, además, la soberanía territorial e independencia política, entregándosela, para su canibalización, a grupos narcoguerrilleros y organizaciones criminales, a rusos, chinos y cubanos, y sometiendo sus decisiones al escrutinio previo de los gobernantes de La Habana. Extrañan, pues, tales protestas.

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