Desde que asumió la Presidencia, Trump ha adoptado la bravuconería, que dista mucho de ser estratégica, como forma de conducir la política exterior de Estados Unidos. Por cierto, estas son expresiones que tomo prestadas del senador Chris Murphy, quien, el pasado 6 de enero, divulgó un tuit, ilustrado con una foto donde aparece Juan Guaidó rodeado de militares que conforman una especie de bosque de sombras, acompañado de un comentario en el que decía: «Mientras tanto, también se cae a pedazos la política de puras bravatas sin estrategia de Trump en Venezuela».

Las improvisaciones de Trump, aunque peligrosas para la seguridad nacional, son mensajes a su base electoral, que babea por la retórica de «América Primero». Este discurso aviva emociones en esa multitud y reinstaura sentimientos arraigados en los días de la Guerra Fría; esto es, el enfoque binario frente a problemas complejos en la política exterior. Trump habla y actúa como si la política exterior y los conflictos internacionales fueran intríngulis de una serie de cómics de Marvel o una película de cowboys.

La buena voluntad y las esperanzas, habituales en los comienzos de año, se disiparon en los primeros días de 2020, ante la perspectiva de una guerra con Irán. En octubre de 2015, los principales países del mundo -Estados Unidos, Reino Unido, Francia, China, Rusia, Alemania y la Unión Europea (con el respaldo de la Agencia Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas)- acordaron el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), conocido como Acuerdo de Irán. Además de controlar al régimen de Irán y evitar que desarrollase armas nucleares, según la opinión de los expertos, el acuerdo proporcionaba un marco para la diplomacia, así como para la reducción de la tirantez con el régimen de Irán por sus acciones en la región y sus ambiciones.

Trump se cuadró con la perspectiva minoritaria (aunque popular para su base política y para gente prejuiciada o desinformada sobre el asunto), que pretende negar el valor de ese acuerdo multilateral. Como presidente, se apartó de lo pactado, rompiendo el compromiso de Estados Unidos con sus aliados y poniendo en marcha una escalada de sanciones que, aseguró, serían efectivas y suficientes para forzar el cambio en el régimen de Irán. Y aquí estamos, exactamente en el escenario opuesto, al borde de un gran conflicto, que pone en peligro a Estados Unidos y al mundo. Más aún, el propio Irak ha condenado a Trump por sus acciones contra Irán, supuestamente ejecutadas con base en informes de inteligencia, para evitar antagonismos en la región. Incluso, el Congreso de Irak ha pedido el retiro total de las tropas estadounidenses de su país.

Es cierto que el ataque de Trump en Bagdad puso fin a la vida del general Soleimani, un criminal, figura prominente de un régimen opresivo y perverso, autor de atrocidades dentro y fuera de Irán, que incluyen las muertes de ciudadanos estadounidenses. Pero las circunstancias, lugar y forma de este ataque, revisten las características de una declaratoria de guerra a Irán, y no una respuesta militar razonable y proporcional de tipo retaliatorio o preventivo, particularmente en ausencia de pruebas contundentes de riesgo inminente o la necesidad efectiva de proteger un interés de seguridad nacional. De hecho, el “briefing” de inteligencia militar, presentado a los miembros del Senado, recibió la más absoluta y contundente crítica, por falta de elementos que justificaran lo acontecido. El senador republicano Mike Lee, sólido aliado de Trump, lo calificó como el informe militar más mediocre que ha recibido en su tiempo como senador.

En síntesis, el problema no es que el difunto general Iraní fuera el terrorista que fue, sino que, con este proceder, Trump abrió las puertas a la guerra sin un plan, sin autorización del Congreso y sin elementos de inteligencia que justifiquen esta ruta. Más aún, sin garantía de que la muerte de Soleimani cierre el paso a la perversidad y crueldad de las fuerzas especiales que dirigía o debilite al régimen de Irán. Por el contrario, ha atizado una reacción fanática y nacionalista en Irán, con un escalofriante deseo de venganza, dentro de un régimen y un liderazgo que no pestañea para la ejecución de actos criminales.

El enfoque no estratégico y pendenciero de Trump también conllevó costos para Venezuela. Tanto él como su equipo hablaron mucho de que «todas las opciones», incluida la intervención militar, estaban sobre la mesa, para representar una «amenaza creíble» al perverso régimen cleptocrático y autoritario de Venezuela. Pero el régimen de Maduro se dio cuenta de que estaba ante un bocón y ahí lo tenemos, sobreviviente a las sanciones, mientras la oposición y el país en su conjunto se hunden cada vez más en la crisis, sufriendo mil flagelos y atrapados en un escenario muy complicado y poco prometedor.

No olvidemos tampoco la enemistad con Kim Jong-un. Cegado por la bravuconería (lo ridiculizó aludiéndolo como «hombre cohete»), hizo una visita improvisada que los convirtió en «los mejores amigos»; y de ahí pasó a una situación en la que el hombre fuerte de Corea del Norte advirtió que su régimen «podría reanudar las pruebas nucleares» en cualquier momento.

La incapacidad para ser presidente de Estados Unidos conlleva grandes costos, no solo para el país, sino para todo el planeta, como lamentablemente estamos presenciando. Trump afirma que actuó en Irán, con base en información aportada por sus servicios de inteligencia, para evitar un conflicto regional. Pero es difícil de creerle, por dos razones fundamentales. Primero, Trump miente sistemáticamente acerca de todo. Y, en segundo lugar, su Presidencia ha estado en permanente desacuerdo con los cuerpos de inteligencia y seguridad nacional de Estados Unidos, a los que no se ha cansado de socavar.

Solo queda esperar que este escalamiento de las tensiones pueda ser detenido por verdaderos expertos, que maniobren detrás de la escena, copada por dos líderes imprudentes, sentados en la mesa en ambos extremos del conflicto. Mientras tanto, Trump tiene al mundo en riesgo. Quizás solo como un recurso electoral irresponsable.


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