Ilustración: Juan Diego Avendaño

La guerra que desató Rusia contra Ucrania ha causado muchos daños: más de cien mil muertos,  soldados y civiles (entre ellos, niños que no comprendían lo que ocurría a su alrededor) y gran destrucción material, imposible de cuantificar (porque incluye bienes de alto valor histórico y cultural). Sin embargo, además de mostrar cualidades y flaquezas de hombres y pueblos, ha dado a conocer aspectos importantes del uso de las armas nucleares: permiten alardear de su poder a algunas potencias, pero son casi inútiles, porque no se pueden utilizar. Solo sirven para disuadir a los otros de atacar.

Gracias al sistema de relaciones internacionales surgido de la II Guerra Mundial (que tiene fallas y se fundamenta en la desigualdad de poder de los estados), no se han lanzado más bombas atómicas contra seres humanos después del 6 y el 9 de agosto de 1945. Esas, que estuvieron entre las cuatro primeras fabricadas, pusieron fin al conflicto en el Pacífico. Causaron cientos de miles de muertos y un número mayor de heridos, así como la destrucción casi total de Hiroshima y Nagasaki. Se alegó, para justificar su empleo, que evitaron la muerte de millones de personas que habría provocado la conquista de las islas japonesas. Imposible saberlo. El régimen nipón mostraba aún voluntad de resistir. En Iwo Jima cayeron todos sus defensores. Tampoco pareció ceder después del bombardeo de Tokio (marzo de 1945, que dejó más de cien mil muertos y un millón de desplazados).

En realidad, el estallido de aquellas primeras bombas pretendía crear un efecto psicológico, para obligar a Japón a capitular. Todavía se discute si, de haber conocido su poder de destrucción, el gabinete de Kantaro Suzuki habría acordado la rendición con anterioridad. En todo caso, se logró a costa de cerca de 70.000 muertos en Hiroshima y 40.000 en Nagasaki (y otros muchos que fallecieron después). Se oponía la facción militar en el gabinete imperial. Todavía el Imperio, alegaban, conservaba Corea, parte de China, Indochina y parte del Sudeste Asiático. Pero la amenaza del presidente H. Truman fue terrible: “pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”. Y, en efecto, las nuevas bombas causaban en un segundo más que todo el daño ocasionado por las miles lanzadas durante las bombardeos de Hamburgo, Dresde o Tokio.

Conviene señalar que los estudios sobre la liberación de la energía contenida en el núcleo de los átomos, mediante reacciones en cadena, comenzaron años antes de la guerra en claustros de Inglaterra y Estados Unidos. Pero, pronto quienes los conocían comprendieron las posibilidades que abrían para fabricar armas más poderosas que todas las conocidas; y algunos a finales de los años ’30 advirtieron sobre el peligro que representarían en manos de regímenes totalitarios (como   el de Alemania) que dominaban Europa. Por eso, Albert Einstein con  el apoyo de Leó Szilárd en agosto de 1939, llamó la atención del presidente F. D. Roosevelt sobre aquellas “bombas extremamente potentes”. Eso provocó la creación de un programa de trabajo (el Proyecto Manhattan) que condujo a su fabricación casi inmediata. No estuvieron operativas para ser usadas en Europa (Alemania se rindió en mayo de 1945) pero si en el Pacífico donde la guerra continuó.

Es necesario decir que las armas nucleares fueron desarrolladas con el propósito de obligar al Reich Alemán y al Imperio del Japón a rendirse. Se esperaba que para lograrlo bastaba la simple amenaza de usarlas. De manera que se crearon con “propósitos disuasivos”. Sin embargo, la continuación de la guerra en el Pacífico, donde los americanos encontraron fuerte resistencia, llevó a pensar en su utilización efectiva, aún contra la población civil. Su carácter disuasivo (político) se privilegió al término de la guerra dado el valor que se reconoció al derecho a la vida de todos los seres humanos. Y sobre todo cuando el mundo se dividió en dos campos, cada uno dotado de aquellas armas: entonces se comprendió que su lanzamiento significaba la destrucción del enemigo y de quien tuviera la iniciativa. Ahora parece haberlo olvidado Vladimir Putin, quien las ha mencionado en su “operación” de conquista de Ucrania.

Las armas nucleares son costosísimas. La producción de las primeras (en el Laboratorio de Los Álamos) constituyó cuota importante del gasto de guerra de Estados Unidos. Después se han fabricado alrededor de 80.000 (de las que quedan cerca de 13.400). Su costo representa, posiblemente, la mayor suma invertida en algún objeto en la historia. Como la mayor parte han sido desmanteladas, se han perdido (afortunadamente!), billones de dólares. Podrían haber contribuido a  satisfacer las necesidades elementales de toda la población mundial.  Solo en 2020 se gastaron 27.000 millones de dólares en el mantenimiento de las existentes. Si tales armas son disuasivas y su costo muy alto, su número debería limitarse, bajo supervisión internacional, a una cantidad que se considere suficiente para evitar la guerra. Es sensato y posible de lograr. Lo impiden, sin embargo, poderosos intereses, entre ellos los del complejo militar-industrial, que denunció el presidente D. Eisenhower ya en 1961.

El gasto en armas nucleares es superior al pib de más de la mitad de los países del mundo, apenas inferior al de Venezuela (N° 91) en 2021. Y, en parte, lo hacen potencias militares cuyas poblaciones todavía sufren carencias básicas, como China y Rusia, con PIB per cápita mediano: 12.556 dólares (N° 61) y 12.172 dólares (N° 64), respectivamente. En otros dos de los poseedores de aquellas armas cientos de millones de personas viven en pobreza: 304 millones en la India y 49 millones en Pakistán. Dramáticos son los casos de Irán (con 35,1% de pobres) y Corea del Norte (afectada por grandes hambrunas), que destinan actualmente porcentajes muy altos de sus escasos ingresos para dotarse de bombas nucleares. Sus habitantes apenas tienen para subsistir. En todos esos países los propósitos ofensivos (imperiales en algunos), ocultos tras presuntas necesidades defensivas, provocan enormes gastos militares que restan recursos a los programas de desarrollo.

A pesar de su carácter disuasivo y de estar al alcance de pocos –requieren de alto desarrollo científico y fuerte inversión de recursos– el mundo nunca estará a salvo de las armas nucleares. En 1968 se firmó un Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, que debía impedir su propagación, como promover el desarme y el uso pacífico de la energía nuclear; pero, los estados “provistos” continuaron engrosando sus arsenales y algunos de los “no provistos”, las obtuvieron. También se han creado (por textos jurídicos) zonas libres de armas nucleares (no protegidas contra ataques externos) en América Latina (1967), el Pacífico Sur (1985), Mongolia (1992), el Sureste Asiático (1995), África (1996) y Asia Central (2006). Sin embargo, como pronosticó  el “Manifiesto Russell – Einstein” (1955), “la perspectiva de la raza humana se ha oscurecido”. Porque en definitiva depende de un error, una ambición o la decisión de una mente atemorizada.

En verdad siempre existe –aun en países de alto nivel cultural– la posibilidad de la toma del poder por un individuo o grupo que piensen que sin su conducción o la realización de su programa no tiene objeto la existencia de la sociedad a la que pertenecen o aun de la humanidad. Entonces se corre el riesgo de la hecatombe final. Lo proclamaba el principal propagandista nazi desde que se hizo evidente la derrota (1943). Los otros altos jerarcas afirmaban que sin el orden que habían impuesto, Alemania no debería existir. “Vivir en el mundo que viene después del führer y del nacionalsocialismo no vale la pena”, escribió Marta Goebbels antes suicidarse. Lo mismo han afirmado después otros fanáticos, políticos o religiosos. No faltan ejemplos ahora mismo (yihadistas, talibanes). Para algunos déspotas (del griego, señor absoluto) el cumplimiento de ciertos objetivos justifica cualquier acción, incluso el exterminio de un pueblo.

Las armas nucleares son esencialmente disuasivas (para “no utilizar”). Ninguna potencia las emplearía para atacar porque provocaría su propia destrucción. Su uso esta limitado a una función negativa, como las murallas antiguas. Son instrumentos efectivos de defensa. Para mantener ese carácter, deben permanecer en manos responsables (de quienes tienen mucho que perder), bajo control de grupos colectivos. Su número no debería superar el necesario para cumplir su misión. Sin embargo, esas garantías no evitan un peligro extremo, pero real: el ejercicio del poder por individuos o grupos de fanáticos, en una potencia nuclear. Esa es tarea del derecho y la política.

Twitter: @JesusRondonN

 


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