Don Fermín Corrales Rojas fue un ensalmador y sabio de Guareguare, nacido presumiblemente el 7 de julio de 1927. Vivía en un sector llamado Guareguarito, cerca de La Fila, a medio camino entre San Diego de Los Altos y Paracotos, en el municipio Guaicaipuro del estado Miranda. Don Fermín era, entre otras cosas, una especie de cronista oral de su pueblo, además de un experto en conocimientos agrícolas, plantas medicinales y farmacopea popular, sin que se asemejara a ningún estereotipo de curandero.

Constituía, en verdad, una delicia sentarse a escucharle sus historias, recuerdos y vivencias, la vida cotidiana de aquellos campos a mediados del siglo XX, que él relataba con gracia e histrionismo, detalles y una prodigiosa memoria. La única dificultad para seguir su discurso la constituía el hecho de que hablaba como si sus interlocutores conocieran tan bien como él los personajes y referentes a quienes aludía. Eran expresiones muy comunes las referencias locales (la casa de fulano, cuando se murió la mamá de zutana, en tal o cual sitio, donde está el árbol, tal persona, el hermano de mengano) y quien no estaba familiarizado al dedillo con aquellas personas y sitios se perdía tanto o más que cuando usaba expresiones deícticas: allá, acá, detrás de usted, por ahí mismo. Era, sin embargo, no solo grato sino sumamente enriquecedor escucharle sus relatos, el recuento de tantos conocimientos, saberes y haceres, la genealogía de los habitantes de aquellos campos, su historia menuda y sencilla.

Tuve el placer de tratarlo durante los dos últimos años de su vida, entre 2003 y 2005. Iba con frecuencia a visitarlo y a reconfirmar datos orales o documentales que estaba recopilando sobre la historia local, tradiciones, leyendas, aspectos folclóricos y saberes tradicionales. No pocas veces se nos hizo tarde, no solo oscuro, en el patio de su casa entre un cuento y otro, con una taza de café entre las manos, una galleta, un trozo de pan o una arepa que compartíamos con gran dicha. La noticia de su muerte me alcanzó estando de trabajo de campo en comunidades kari’ñas de la Mesa de Guanipa, en el estado Anzoátegui, en febrero de 2005.

Poco antes de viajar lo había visitado y ese día, sin que yo presintiera o sospechara nada, su memoria se abrió como nunca y me empezó a relatar historias, a contarme leyendas, a mostrarme de un solo golpe, por decirlo así, la riqueza de su corazón y sus saberes todos. No había llevado mi libreta de campo, pues solo había pasado un momento a despedirme de él y a decirle que, a mi regreso, hacia marzo, lo volvería a visitar. Él seguía impertérrito, oídos sordos a mis declaraciones, contándome sin parar una cosa tras otra. Yo estaba sorprendido ante tantos relatos. Al llegar a mi casa anoté, al menos esquemáticamente, algunos de esos cuentos, entre ellos una leyenda relativa a Bolívar y su madre, para que me sirvieran de recordatorio cuando regresara de mi viaje y lo pudiera entrevistar con calma. Septuagenario, con la sonrisa de un niño amable, con la fuerza de un adolescente, con la certeza e íntima convicción de quien sabe lo que hace y cómo y por qué y la humildad del conocedor de sus materias, don Fermín era un verdadero sabio. No se molestaba ni escandalizaba por nada y ningún tema era ajeno a sus reflexiones.

La llamada matutina de Denys Revete para informarme del fallecimiento de nuestro común amigo me embargó de tristeza en medio de aquellas sabanas de la Mesa de Guanipa. Desde entonces he sentido no solo una gran nostalgia sino una profunda sintonía con don Fermín, con sus enseñanzas y recuerdos.

Me hablaba, haciendo referencia a los alrededores de su casa, una hermosa construcción de bahareque y tejas, ya un poco afectada por el paso del tiempo, de una gran sequía que arruinó el otrora entorno boscoso de la vivienda. Él era niño cuando ocurrió aquello, aunque las fechas no guarden relación con la edad que se le atribuía en la cédula de identidad. Me decía que habían transcurrido tres años sin que lloviera ni una sola vez y esa sequía tan fuerte arruinó la vegetación, que como un hermoso vergel, circundaba la casa. Árboles frondosos, especies frutales y ornamentales se secaron y nunca más crecieron, me decía. No era fácil concretar la fecha. Pude simplemente establecer que había ocurrido después de la peste, nombre con el que en muchos lugares se designó a la epidemia de gripe aviar que conocemos como “gripe española”.

Años después logré precisar que en la segunda mitad de la década de 1920, entre 1925 y 1926, había ocurrido un meganiño, es decir, una sequía muy fuerte, quizá una de las más severas de la primera mitad del siglo XX. Los recuerdos de esa sequía los recoge, ficcionalizándolos, Rómulo Gallegos en su novela Cantaclaro. La sequía había ocurrido justamente siete años después de la gripe española, pandemia que se inició en 1918. Pocos años antes, en 1914 hubo una invasión de langostas (insectos ortópteros de la familia Acridoidea). La plaga de langostas devastó los cultivos de muchas zonas de la Cordillera Central de Venezuela, en especial en Los Altos del estado Miranda, por lo que la gobernación de dicha entidad federal tuvo que destinar ayudas a los pequeños productores que habían visto arruinados sus conucos y siembras. Poco después llegó la gripe española que obligó, en algunos lugares, a abrir cementerios provisionales porque resultaba un esfuerzo muy grande trasladar los cadáveres hasta los camposantos municipales y, luego, transcurridos apenas siete años, se produjo la gran sequía. Pude recoger testimonios sobre los efectos de esa gran sequía en la cuenca del río Unare, en el estado Anzoátegui (cerca de San Pablo de Azaca, municipio Cajigal).

Esos eventos constituyeron un duro golpe para los agricultores locales. En mi memoria familiar se guardan testimonios de los efectos de la crisis económica de 1929 sobre los productores de café en la zona central de Venezuela, especialmente en el sur del estado Aragua, cuando ya empezaba el petróleo a desplazar a los productos agrícolas y, en especial, al café y el país agroexportador se preparaba para abrirle las puertas a la Venezuela petrolera. No sé si, además, estos tres sucesos tuvieron también alguna incidencia en esa debacle económica para los productores agrícolas y que a mi familia, por ejemplo, afectó fuertemente y de la que nunca logró recuperarse.

No se trata, por supuesto, de eventos que guarden entre sí una relación de causa-efecto, pero cuando leí recientemente en la prensa noticias sobre invasiones de langostas en África durante la pandemia del covid-19, recordé los testimonios de don Fermín. Que su memoria nos siga alumbrando y el ejemplo de personas como él nos animen a salir de las dificultades que agobian a Venezuela…

Bibliografía mínima: Biord, H. 2003. Rastreando los orígenes indígenas de una población campesina: Guareguare, estado Miranda, Venezuela. Tierra Firme (Revista de Historia y Ciencias Sociales, Caracas) N° 83: 291-302; Biord, H. 2004. Historias del Niño Jesús en Guareguare: un enfoque etnohistórico. En Religión e investigación social. Memorias IV Jornadas de Historia y Religión. Caracas. Universidad Católica Andrés Bello / Fundación Konrad Adenauer Stiftung, pp. [99] – 112; .Biord Castillo, H. 2007. Los embates de la urbanización: tradición, modernidad y memoria oral en Guareguare (estado Miranda, Venezuela). Boletín del Archivo Histórico Arquidiocesano de Mérida Nº 27: 81-95; Biord Castillo, H. 2016. Humo y sequía en el Llano: Gallegos y Cantaclaro. Publicado en El Estilete (periódico digital no disponible, Caracas); Foghin-Pillin, Sergio. 2015. La Venezuela meteorológica de Rómulo Gallegos. Boletín de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (Caracas) 75 (2): 53-74.

Una versión previa de este trabajo fue presentada en el XIV Encuentro de Cronistas e Historiadores de Venezuela en Calabozo. Grupo de Historia Regional y Local “Efraín Hurtado” y Ateneo de Calabozo (Calabozo, estado Guárico), octubre de 2020. Las ponencias en su totalidad pueden consultarse en http://grupodehistoriaefrainhurtado.blogspot.com

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