El modo de dominación social nicochavista no escatima estratagemas a fin de avasallar a la ciudadanía. De allí su empeño en extender su control a grupos e individuos cuyo ejercicio de la responsabilidad social pone al descubierto las insuficiencias del régimen.  De allí, igualmente, la preocupación de la sociedad civil en torno a la obligación de registrarse ante la Oficina Nacional contra la Delincuencia Organizada y el Financiamiento al Terrorismo impuesta a las ONG, y sobre todo el deber (¿?) de «aportar información sobre sus fuentes de financiamiento, movimientos bancarios y vínculos con órganos similares». Semejante resolución es tenida como «un nuevo paso para desmotivar la iniciativa social independiente e impedir la acción de organizaciones llamadas a tener un papel fundamental en la documentación y denuncia de hechos contra los derechos humanos». Maduro y sus compinches precisan carta blanca para violar sin cortapisas las prerrogativas ciudadanas asentadas en la carta magna, contrato social de escasa fortuna; procuran, también, los promotores y partidarios del «control a cualquier costo» llegar a viejos oyendo consejos de áulicos habaneros.

Como no pretendo redundar en apreciaciones sobre lo ya suficientemente analizado en acuciosas disecciones a cargo de respetables plumas, barajo la posibilidad de escapar de nuestra geografía y reseñar, con regocijo no exento de sana envidia, el arrase de Isabel Díaz Ayuso, el desplome del PSOE y el eclipse total de moñito Iglesias en las elecciones autonómicas de Madrid; sin embargo, la capital española está a considerable y pandémica distancia. Quizá la cercanía espacial y temporal, amén de la cordura, me impongan abordar, aunque no más sea de refilón, el nombramiento de la esperada, y no tan renovada ni tan bien recibida rectoría comicial. Veamos.

«CNE designado por el Parlamento chavista: “nuevas” caras y misma fórmula. Los nuevos rectores —elegidos entre 103 candidatos—, para asumir estos cargos, no deben militar en organizaciones políticas, según establece la Constitución. Sin embargo, de las cinco nuevas caras, tres han tenido relación directa y abierta con el chavismo y dos con la oposición». Con estas  palabras, El Nacional   nos informó sobre una decisión —si a ver vamos, nula de toda nulidad—, fraguada con la intención de sazonar anomalías y fraudes en ciernes con una pizca de aliño  constitucional difícil de digerir, dado el origen viciado de ilegitimidad  y  el  fraudulento ejercicio de esa legislatura; pero, capaz de entusiasmar, ¿colmo de la ingenuidad o del hastío?, a Henrique Capriles y, de paso, embaucar y embarcar a votófilos, votomaníacos y apestados de coronavoto en una cínica y calculada búsqueda de la legalidad perdida de nacimiento, ofreciéndoles migajas de mandatos regionales tutelados por un protector —«Quien crea que desde una gobernación puede enfrentar la dictadura, no entiende el contexto que vivimos», sentenció sensatamente Juan Guaidó, un líder con popularidad en declive, cierto, pero privilegiado como el único interlocutor internacionalmente válido y confiable. Este pudo ser el punto de partida de mis divagaciones de hoy, pero me contuvieron inocultables prejuicios: mis recelos sobre el 3 a 2 del elenco arbitral, cast aplaudido a rabiar por Nicolás, me inclinan a conjeturar un paquetazo electoral, porque no importa tanto quiénes estén en la cocina, cuanto quiénes elaboren el menú. Concedámosle tiempo al tiempo y, según se baile, sabremos cuál ritmo se toca y cómo ha de batirse el cobre. Hay otros asuntos pendientes y a ellos dedicaré las líneas restantes.

La circunspección y tal vez un supersticioso temor a sus apariciones, así como una hipócrita y muchas veces indebida consideración a los dolientes, recomiendan no hablar mal de los muertos —el bellaco del mazo, sin autoridad para ello, prohibió hacerlo de quien reposa en hedor de olímpica santidad en el cuartel de la montaña, escenario de su capitulación e incongruente panteón de la fracasada chapucería golpista—. De ceñirse a la pacatería del cavernícola monaguense, los historiadores se abstendrían de contar traiciones, chapucerías y trapisondas de héroes y villanos. La falta de sindéresis del chavismo ordinario, y de su secuela, el fasciomadurismo, dedicó sin pudor y con grandilocuencia digna de mejores causas, gratuitas hipérboles y ditirambos a ídolos de embarrados pies —comenzando con el mesmésemo—, y les endosó inauditas epopeyas, urdidas en la misma fragua donde se forjaron las apócrifas leyendas del galáctico redentor barinés. Sin sonrojarse, ¡y son rojos!, los cabecillas de la revolución bolivariana elevan al empíreo tricolor elementos de ominosa arrogancia y abominable conducta, sin importarles un comino irrespetar la inteligencia del venezolano. Hace 7 años, Nicolás Maduro ascendió a la categoría de prócer a Robert Serra, un mal reputado diputadillo, víctima de un sórdido crimen pasional, quien, informaron en su momento medios independientes, «fue ultimado por un amante y exguardaespaldas personal, temeroso de ser asesinado por él». —No soy homófobo, pero el leyente tiene derecho a enterarse de este «pequeño detalle» (obviado en la información emanada del ministerio de propaganda, calumnias y chismografía del régimen), porque el mismo fue factor determinante en la consumación del homicidio—.

En más o menos esos términos traté entonces el deplorable episodio. Viene a colación a propósito de los panegíricos, lisonjas y requiebros de postrimería, proferidos durante la pomposa exaltación de Aristóbulo Istúriz, velado en capilla ardiente en el Salón Elíptico del Capitolio federal, con lacrimosos pucheros de sus camaradas y el jacarandoso tam-tam de barloventeñas minas, curbatas y culo e’puyas.  El trágico Eurípides de Salamina, a quien los atenienses tachaban de impío en razón de su inconformismo, sentenció: «A los muertos no le importa cómo son sus funerales. Las exequias fastuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos». Y sí, en el mortuorio festín, estaban, viéndose, dejándose ver y prodigando encomios en plañidero registro, el bellaco, la viceduro, su hermano y, naturalmente, el dictaduro en persona con el tapabocas y el bigote bañados en llanto —Siento el dolor profundo de tu partida/Y lloro sin que sepas que el llanto mío/Tiene lágrimas negras/Tiene lágrimas negras/Como mi vida—; sí, ahí estaban, enlutados y cariacontecidos, poniendo de bulto su precario sentido de las proporciones y del ridículo y la carencia absoluta de la  capacidad  de discernimiento, taras legadas a Nick the Knife con el coroto mesmo, e inoculadas por este a su corte de adulantes.

Alguna vez acaricié la idea de escribir una serie de crónicas sobre los sentidos y titularla con nombre robado a  película japonesa El Imperio de los sentidos (1976), no en razón de la trágica convergencia de Eros y Thanatos planteada en la controvertido obra de Nagisa Ôshima, sino en atención a la supremacía de las sensaciones sobre la razón; un  predominio  de lo emocional sobre lo racional atribuible, mutatis mutandi, a la pesadilla socialista, cuyos sinsentidos nos quitan el sueño desde hace 22 años. Esa era la intención original de mi frustrado proyecto, el cual versaría precisamente sobre las aludidas escaseces sensoriales del funcionariado revolucionario, exhibida palmariamente en su adiós a quien tuvieron el tupé de hacer capitán —y no de altura cual correspondería a un sedicente marino—, entregándole para el viaje final en la barca de Caronte una réplica de la espada del Libertador, y, además, las bolas de comparar con Andrés Bello y Luis Beltrán Prieto. Hoy, renunciaría a metáforas, alegorías o simbolismos y llamaría las cosas por su nombre, limitándome a reseñar la ceguera, sordera, mal gusto y falta de tacto, olfato y equilibrio de la pandilla gubernamental bolivariana. La ceguera y sordera del zarcillo y su corte —valgan las paradojas—  están a la vista y son estruendosamente perceptibles: constituyen  acaso los síntomas más notorios de su irracionalidad; no porque quienes ejercen el mando estén físicamente imposibilitados de ver la realidad u oír a la quejumbre popular, sino por su asombrosa capacidad de negación de lo evidente —viven en otra dimensión o en el extraño mundo de Subuso—. Tan pertinaz ofuscación contagió a quienes tienen a su cargo diagnosticar los problemas nacionales y proponer soluciones. No, no quieren mirar ni escuchar; prefieren el blanco bastón de las utopías condenadas al fracaso y el amplificador del dogmatismo a objeto de repetir consignas huecas y  —nunca mejor dicho— repartir palos de ciego a diestra y siniestra. En cuanto a la a falta de tacto, olfato y equilibrio bastaría mencionar los desaguisados de la política exterior y las metidas de pata de todos los cancilleres chavistas, incluido el usurpador, la menina fea y el yernísimo; o la contrita comunión de Padrino & Rodríguez, heresiarcas confesos infiltrados en la ceremonia de beatificación de José Gregorio Hernández— gesto revelador de hasta dónde son capaces de llegar los más altos cargos  de la dictadura, a fin de confiscarle al pueblo su santo y milagroso doctor y convertirlo en circunstancial aliado espiritual de la mala gestión de la crisis sanitaria—; y en lo atinente al mal gusto, es suficiente cualquier mural con la mirada panóptica y la rúbrica del comandante muerto. Y hasta aquí el misceláneo divagar de hoy: no tiene sentido seguir lloviendo sobre mojado.

 

 


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