Por Dr. Geógrafo Antonio De Lisio, profesor titular de la UCV

Venezuela, de acuerdo con la FAO/ONU (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-52402210), para asombro de muchos, está entre los 5 países más vulnerables del planeta frente al covid-19. Aparecemos en esta lista junto a Yemen del Sur, el estado más pobre del mundo árabe; Sudán del Sur, que aún no se recupera de la devastadora  guerra civil de 2011; Afganistán, con más de cuatro décadas como Estado fallido; y finalmente la República Democrática del Congo, el país más de pobre de África, a pesar de sus ingentes  recursos naturales. Quizás la comparación con esta última nación sea la mejor manera de expresar la inverosimilitud de estar en tan lamentable  grupo. Así, mientras la República Democrática del Congo desde 1960 tiene una historia política marcada por la traición y fusilamiento del líder independentista Patricio Lumumba y la consecuente deriva política con dictadores, como Mubutu y Kabila, corruptos y dilapidadores de la riqueza natural congoleña, nosotros ese mismo año iniciamos el primero de una sucesión gobiernos electos por sufragio universal, secreto y directo que se alternaron quinquenalmente, durante 40 años, en la presidencia del Estado rentista petrolero.

Sin embargo, hay que advertir que en la relación democracia-recursos naturales de la segunda mitad del siglo XX, además de las clamorosas nacionalizaciones de hierro y  petróleo, hay que destacar también los logros alcanzados para el bienestar cotidiano, menos vociferados, como: las represas hidroeléctricas de Guri y  Uribante Caparo, fuentes de energías limpias y eficientes; el servicio de agua potable por tubería que cubría la casi totalidad del consumo de los hogares y completamente la demanda de los  hospitales –los más importantes tenían pozos propios– y de las distintas actividades económicas; los parques nacionales y monumentos naturales, claves para  el resguardo de las fuentes de agua de las que dependen la mayoría de las ciudades más grandes del país; el tratamiento de prácticamente la mitad de las aguas residuales; las políticas de control sanitario ambiental que permitieron el control de enfermedades como la malaria.

Durante las dos décadas del siglo XXI hemos presenciado una involución en la gestión ambiental, que hoy asume ribetes alarmantes en la coyuntura impuesta por la pandemia en  un país donde a la mayoría de los ciudadanos y de los municipios donde viven no les llega agua suficiente para el aseo personal y público preventivo diario y frecuente. Los centros de salud públicos sufren el racionamiento de agua y los cortes de luz. Tampoco hay un servicio eléctrico en cantidad y calidad para garantizar la cobertura nacional de la educación a distancia y la multiplicación del teletrabajo, modalidades que se imponen  por la combinación del inesperado distanciamiento físico recomendado por los epidemiólogos con la escasez ya tan usual como inverosímil, de gasolina. La falta de combustible es un obstáculo, entre otros,  para garantizar en los próximos meses la producción de maíz y arroz, como indican los agricultores.

Estos problemas, que son la punta del iceberg de la  vulnerabilidad extrema y compleja nacional frente al covid-19, se entretejen en una causa común: el incumplimiento del Estado con la obligación constitucional de garantizar un ambiente sano, seguro y ecológicamente equilibrado, condiciones indispensables para lograr el bienestar económico y  social de los venezolanos. Sin embargo, en lugar de rectificar, se cometen más exabruptos como el Decreto del Ministerio del Poder Popular  de Desarrollo Minero Ecológico –publicado en plena cuarentena, el 8 de abril de 2020– para la explotación  minera en los espacios fluviales de los ríos guayaneses, entre ellos el Caroní, cuyo caudal, indispensable para el Guri, podría verse mermado en la misma proporción en que aumenten los impactos ambientales mineros. De insistir en este tipo decisiones, será difícil recobrar las condiciones básicas  de vida social en el país, aun cuando la pandemia pueda ser derrotada en el mundo. De ser así,  estaríamos ante una privación inexcusable y anacrónica de los derechos ciudadanos más elementales.


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