En los campos y ciudades de Ucrania, tierra atravesada por un río antes llamado “de los eslavos”, se enfrentan – aunque comparten el mismo origen –  una potencia nuclear y un pueblo que ama la libertad. Se trata de un combate terriblemente desigual: a una de las partes – precisamente porque es la más poderosa –  se le permiten todas las ventajas; mientras que a la otra se le imponen todas las limitaciones  (como solicitar ayuda a sus aliados). Y, sin embargo … los débiles resisten. Armados de coraje, herencia de siglos, se oponen a tanques y bombas. Más aún, animados por su presidente, Volodimir Zelenski, prometen vencer.

Rusia es una potencia militar formidable. Cuenta con la más grande y sofisticada fuerza de disuasión (más de 7.000 ojivas nucleares, entre ellas más de 1.300 estratégicas). Tiene un ejército de 900.000 efectivos. Los apoyan más de 18.000 blindados de combate, más de 2.000 aviones y helicópteros y cerca de 50 submarinos y cientos de buques de distinto tipo. Pero, para el mantenimiento de tal fuerza requiere inmensos recursos financieros (45.888 millones de dólares en 2021 o 3,24% del PIB, el 11° del mundo). Representa un enorme peso para una población (144,4 millones) en decrecimiento y más bien de ingreso mediano (según el Banco Mundial), que carece de servicios públicos suficientes y de calidad. Su economía no es independiente sino vinculada a los mercados internacionales. Con todo, tiene una ventaja (militar) aplastante frente a cualquiera de los vecinos que no reciba el apoyo de alguna de las otras superpotencias (Estados Unidos y China).

Pero, las guerras, desde la antigüedad hasta hoy no siempre las ganan los más y mejor armados. En Gaugamela (331 aC) las tropas persas eran cinco veces más numerosas que las de Alejandro. En Yarmuk (636) el ejército de los bizantinos superaba ampliamente al que mandaba Jalid ibn al-Walid. Y en Ayacucho (1824) los batallones reales del Perú, con más hombres,  poseían mejores piezas de combate que los Libertadores. Cuando emprendieron la formación de sus respectivos imperios, la población de Roma no era la mayor en la cuenca del Mediterráneo, ni la de las tribus mongolas en el Lejano Oriente. Porque, como muestran los historiadores, el resultado depende de muchas otras circunstancias: físicas, internas, externas, espirituales, sociales, económicas. Tienen influencia decisiva el ánimo de los combatientes y las aptitudes de los conductores.

Los estados más poderosos – imperios antiguos, repúblicas modernas – tienden a creer que su poder no tiene límites, que pueden imponer condiciones a los demás. Más aún, para obtener ventajas se ven tentados a alterar el orden convenido (como intentó Alemania en 1939). La comunidad internacional ha tratado de fijar principios y normas a los estados, de carácter jurídico, de cumplimiento obligatorio. Pero, como ocurre con los que regulan otras relaciones, con frecuencia son desconocidos, aún los establecidos en los tratados celebrados válidamente. Los más fuertes se comportan como forajidos. Las potencias con armas nucleares – con responsabilidad especial – a veces adoptan esa conducta; y utilizan el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para garantizar su impunidad. A pesar de los esfuerzos de estadistas, pensadores y juristas, aún no se ha logrado imponer un orden jurídico internacional efectivo, aunque se ha avanzado mucho: incluso, se ha creado un derecho penal internacional, con una jurisdicción especial para aplicarlo.

Por otro lado, el recurso a la fuerza para resolver disputas pone en peligro la existencia de los estados que carecen de armas poderosas o les impide el ejercicio pleno de su soberanía. Considerados débiles o carentes de voluntad para enfrentar las amenazas, se subestiman sus posibilidades de permanencia. Ocurrió a comienzos de la Gran Guerra (1914). Lo explicó bien Barbara Tuchman en obra clásica (The guns of de august). En las democracias liberales el peligro es menor, dado el control legal (y por la opinión pública) a que están sometidos sus órganos ejecutivos. No ocurre lo mismo en los países de régimen autoritario que utilizan sus armas con discrecionalidad, sin control alguno. El peligro es mayor cuando el régimen es de carácter autocrático (como en la Federación Rusa). Sin embargo, donde funcionan partidos fuertes (como en China), cuyas altas instancias participan en el ejercicio del poder, la situación puede ser un tanto diferente.

Los países con pequeños ejércitos y pocas armas para defenderse se encuentran expuestos a la agresión de los más fuertes. Una nueva tesis restrictiva de la soberanía – como las doctrinas Johnson (1965) y Brezhnev (1968) – pretende formular el presidente de la Federación Rusa. Según Vladimir Putin su país – potencia nuclear – para mantener su supremacía asume la potestad de intervenir en otros (aún mediante ocupación militar) y exigir garantías a sus intereses, sin que un tercero pueda oponerse, a riesgo de ser considerado co-beligerante. En la lógica del proponente, esa facultad no podría alegarse frente a otra potencia nuclear o de aquellas protegidas por un “paraguas nuclear” (pues supondría la destrucción total). Las garantías que se reclaman pueden afectar la soberanía del agredido (mediante las exigencias de desarme o neutralidad internacional o la cesión de la capacidad para dictar el estatuto constitucional) o limitar la competencia de los órganos del poder.

En realidad, Putin persigue doble objetivo: de un lado, alejar la democracia de las fronteras rusas (y el contagio de las ideas que la sostienen); y del otro, la culminación del proceso de reconstrucción del “mundo ruso” (Russkiy Mir) bajo un solo Estado, interrumpido con la desintegración de la Unión Soviética en 1991 (que él considera “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”). Debe señalarse que el gobernante ruso no ha definido cuáles son los límites de ese “mundo”: los de la ortodoxia, herencia de Bizancio, bajo la jurisdicción del Metropolita de Moscú; los del espíritu y la cultura rusos, legado de los antiguos pueblos, extendidos desde Kiev; los del imperio zarista que se derrumbó en 1917; o los del bloque soviético que I. Stalin encerró tras el telón de acero (1946).  En todo caso, a ese mundo pertenece lo que se llamó Novorossia.

Estados Unidos, así como las potencias nucleares europeas, aunque sin reconocerla, han tolerado – sin duda con pena – la aplicación de la nueva doctrina. Como admitieron la invasión de Hungría en 1956,  la de Checoslovaquia en 1968, la de Afganistán en 1979, la de Siria en 2015.  Privados del apoyo de los gobiernos democráticos, los pueblos que emprenden luchas por la libertad y la democracia saben que no encontrarán apoyo militar en los gobiernos de aquellos países, cuyos principios – gran paradoja – les inspiran y cuyas instituciones esperan tomar como modelos. Descubren, con amargura, que la opinión pública tanto en Estados Unidos como en Europa es contraria a cualquier intromisión que pueda resultar dolorosa en vidas humanas o costosa en riqueza material; y que por eso sus gobernantes (de uno u otro signo) adoptan posiciones abstencionistas (y hasta aislacionistas). Comprenden, como los ucranianos ahora, que corresponde a ellos enfrentar la agresión.

Atrás quedaron los tiempos de las ilusiones. Como las que despertó John F. Kennedy cuando proclamó (21 de enero de 1961): “Pagaremos cualquier precio, enfrentaremos cualquier dificultad, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier enemigo para asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, casi todos los pueblos saludaron la victoria de los aliados; pero, bastaron unos meses para que las promesas quedaran en palabras. Tampoco la descolonización y los planes para avanzar hacia el desarrollo dieron satisfacción a las esperanzas de los países del Tercer Mundo. Más tarde, las expectativas que despertó el fin de los totalitarismos se desvanecieron. La libertad y la justicia no van a ser impuestas por la comunidad internacional o por alguna de las potencias. Su realización depende de cada pueblo. No es un regalo de los dioses, sino un logro de cada sociedad,  como ya han demostrado los héroes de Ucrania.

Los poderosos creen que pueden traspasar todas las fronteras y utilizar todas sus armas para alcanzar sus objetivos. Nada parece detenerlos: principios morales, normas jurídicas, barricadas minadas. La Federación Rusa, que amenaza a quien intente oponerse, actúa de esa forma. Sin embargo, en Ucrania, sus dirigentes han descubierto una fuerza superior: la voluntad de un pueblo que quiere vivir en libertad (la misma que opuso Inglaterra a Hitler). Decididos a mantener su independencia (adquirida tras muchos sufrimientos) e indignados por la felonía del agresor al que entregaron sus ojivas nucleares en 1994 (Compromiso de Budapest.1994) a cambio del reconocimiento de su soberanía, han manifestado su voluntad de luchar aún solos hasta vencer al invasor. ¡Y lo lograrán!

* Catedrático de la Universidad de Los Andes. Venezuela


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