Hablar de la vocación de un país puede sonar a “colectivismo”, porque ciertamente son las personas concretas las que deben descubrir su propio camino. En un país somos muchos, con diversas vocaciones todos, y distintos modos de pensar. Resulta, sin embargo, que el país necesita de un único programa que oriente su futuro, pues no es posible que coexistan varios planes paralelos. Esto nos fragmenta, nos desorienta y puede disolvernos como nación. La amenaza ante estas situaciones es siempre una dictadura que prometa ordenar el desorden. Una que pueda pretender someternos con mayor intensidad.

Cuando define la vocación personal, Mounier habla de un orden interior que va exigiendo una unificación cada vez más profunda de todos los actos. Dice que “no es una unificación sistemática y abstracta, es el descubrimiento progresivo de un principio espiritual de vida que no reduce lo que integra, sino que lo salva, lo realiza al recrearlo desde el interior.” Aunque es propia de cada uno, la vocación acerca al hombre “a la humanidad de todos los hombres”, pues nos parecemos en lo esencial y tendemos, por naturaleza, unos a otros. Comunidad es, por eso, lo que une (en lo común).

El fin de la educación es ayudar al niño a que descubra esa vocación que “constituye su mismo ser y el centro de reunión de sus responsabilidades de hombre”. El objetivo no es nunca imponerle un modelo desde afuera: uno que no se corresponda con su centro más íntimo. Para Mounier, “toda la estructura legal, política, social, o económica” debe permitir que las personas reconozcan su propia vocación, ayudándolas “sin violencia a liberarse de los conformismos y de los errores de orientación.”

Algo así de equivalente deberíamos pensar para Venezuela, porque las vocaciones no se imponen. Sencillamente se les ayuda a florecer disponiendo las condiciones. Por eso es que el gobierno, si tuviese un mínimo de conciencia de los grados de violencia y desmoralización a los que está sometiendo a su gente, debería abrirse a comprender que al país le urge un cambio. Es probable que perciban que la oposición desea imponer un modelo contrario. Es probable que el chavista disidente perciba que será agredido y rechazado cuando manifieste que quiere un cambio que no puede ofrecer el régimen. Es probable que todos tengamos una especie de percepción desvirtuada de lo que ocurre y que no estemos logrando interpretarlo bien. El dato real, sin embargo, es que el país habla en el sufrimiento de su gente y la tierra grita (como ha dicho el papa Francisco) desde el arco minero. El pueblo pemón denuncia sus derechos violados; denuncia el daño al ambiente. Miles de venezolanos cruzan la frontera para sobrevivir, mientras otros tratan de orientarse en medio de un panorama oscuro. Esos pobres a los que el gobierno prometió ayudar, están hoy en día más pobres. Esas fuentes de trabajo a las que han cerrado posibilidades de operar, han tenido que dejar a muchos sin sueldo.

Venezuela clama por su liberación para poder orientarse conforme a su vocación. ¿Qué sentido tiene ver a un pueblo sufrir? ¿A qué tipo de futuro nos enrumban movidos por una pura rebeldía de carácter autodestructivo? (porque destruir al país equivale a destruirse ustedes mismos).

En su encíclica Fratelli tutti, el papa Francisco dice algo que encaja con lo que pienso que sucede en el país. Se trata de algo que tal vez resuene en el chavismo, aunque bastante purificado de la ideología que divide a los venezolanos en clases sociales. Es lo único que rescataría de esas intenciones originarias del gobierno porque tiene que ver con nuestras raíces como pueblo; con la percepción de que una parte de la sociedad sufrió injusticias que han querido ser reivindicadas. Pregunto, sin embargo, ¿cuán venezolano es el modelo que nos imponen cuando viene de Irán y no, por ejemplo, del pueblo Pemón? ¿Qué ha sido de tantos pobres e indígenas a los que una vez pensaron ayudar?

Dice el papa: “Algunos países exitosos desde el punto de vista económico son presentados como modelos culturales para los países poco desarrollados, en lugar de procurar que cada uno crezca con su estilo propio, para que desarrolle sus capacidades de innovar desde los valores de su cultura. Esta nostalgia superficial y triste, que lleva a copiar y comprar en lugar de crear, da espacio a una autoestima nacional muy baja. En los sectores acomodados de muchos países pobres, y a veces en quienes han logrado salir de la pobreza, se advierte la incapacidad de aceptar características y procesos propios, cayendo en un menosprecio de la propia identidad cultural como si fuera la única causa de los males.

Destrozar la autoestima de alguien es una manera fácil de dominarlo. Detrás de estas tendencias que buscan homogeneizar el mundo, afloran intereses de poder que se benefician del bajo aprecio de sí, al tiempo que, a través de los medios y de las redes se intenta crear una nueva cultura al servicio de los más poderosos. Esto es aprovechado por el ventajismo de la especulación financiera y la expoliación, donde los pobres son los que siempre pierden. Por otra parte, ignorar la cultura de un pueblo hace que muchos líderes políticos no logren implementar un proyecto eficiente que pueda ser libremente asumido y sostenido en el tiempo.

Se olvida que «no existe peor alienación que experimentar que no se tienen raíces, que no se pertenece a nadie. Una tierra será fecunda, un pueblo dará fruto, y podrá engendrar el día de mañana sólo en la medida que genere relaciones de pertenencia entre sus miembros, que cree lazos de integración entre las generaciones y las distintas comunidades que la conforman; y también en la medida que rompa los círculos que aturden los sentidos alejándonos cada vez más los unos de los otros»”.

El descubrimiento de la vocación es orientador. Va integrando todos los actos, aunque el caminar sea en un principio desorganizado. Nace de lo más íntimo, porque abre un camino propio. Este es, para el país, su historia natural, como diría Rómulo Gallegos en Pobre negro, y contempla nuestro proceso de mestizaje como unificador y conciliador de las diferencias. Esa percepción de que no podemos cambiar, de que estamos destinados a un régimen de fuerza, puede ser distinta si volvemos a nuestras raíces en busca de esa autoestima perdida. La exaltación de una Patria que es de todos para acabar deshecha y frustrada; más pobre y agotada, ha sido solo un intento más de mostrar que valemos. Un intento más de subir una autoestima golpeada y necesitada de salvación, que se defiende de actitudes tal vez engreídas que amenazan con arrebatar los logros. Todo modelo impuesto desde afuera, tanto por parte del gobierno como por parte de la oposición, nos aleja del propio camino y nos pone a todos a la defensiva: a resguardarnos del otro.

Venezuela es un país necesitado de reconstrucción, del restablecimiento de lazos que nos ayuden a comprender que formamos parte de una comunidad de personas con un rostro, un nombre y una historia. Somos todos distintos; se trata por eso de que cada uno ponga su talento al servicio de la comunidad; porque deberíamos tender a eso: a construir una comunidad en la que cada uno procure comprender el contexto del otro. Nuestro ambiente está cargado de mucha violencia y los efectos de la agresividad solo se sanan con amor, con un acercamiento al otro que busque comprender, sin prejuicios. Quienes más sufren en estos momentos son los más necesitados, física y psicológicamente heridos y todo intento de mediación orientado a atenderlos sana una cicatriz del país.

La única manera de cambiar es que nos abramos al reconocimiento de nuestras raíces comunes como pueblo para arrancar desde nuestras necesidades y potencialidades reales. Hay que centrarse en lo que somos y tenemos; reconocernos en nuestras virtudes y deseos de sacar adelante un país que es de todos. El gobierno tiene que saber que por el camino que vamos está pretendiendo un cambio por la vía de la destrucción. Y la violencia solo engendra más violencia y frustración: en ustedes mismos y en todos.

Yo no sé de política, pero lo que veo es que la gente necesita que se le ayude a mejorar sus condiciones de vida, dando las libertades necesarias para que podamos producir. Enseñar oficios, hábitos de trabajo, fundar escuelas agrícolas, sembrar los campos, inducir en tantas personas talentos dormidos, desconocidos, aletargados por los malos tiempos que vivimos y una autoestima baja que, ante los múltiples fracasos puede hacernos creer que no servimos para nada y que nuestra poquedad puede más. El país necesita un cambio que nos lleve hacia adelante, a superar estos escollos para abrirnos a un futuro mejor. La gente necesita ser tratada como personas; no como cosas de las que se puede abusar y a las que se puede maltratar.

La consulta es una ocasión para organizarnos en torno al deseo concreto de cambiar la orientación del país. Después habrá que abrirse a un proceso de negociación y reconciliación nacional. En estos momentos, el mejor centro es el corazón de cada uno, respetando los procesos interiores de maduración personales y la sanación de tantas heridas; de tanta agresión. Yo creo que la vocación de Venezuela es de apertura, a los otros y al mundo, desde nuestras raíces, desde nuestra historia. El camino que hay que liberar es el natural de nuestro propio pueblo: uno que no pretenda imponer a nuestro proceso un modelo exitoso en el exterior, pero aplicado en un contexto que no es el nuestro.


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