tropas de Kyiv
Foto: Archivo

Los 30 años que corren desde la caída del Muro de Berlín hasta el covid-19 son los de la gran fractura, los de la «ruptura epocal» en Occidente y su ingreso en el túnel de las incertidumbres. Han cambiado los modos y símbolos del ejercicio de la política y hasta se ha revelado como cierta la predicada “muerte de la ciencia política”, según César Cansino. Pero lo nuevo o lo que corresponderá a la Era Nueva como la denominan chinos y rusos, se cocina aceleradamente. Acaso vendrá desde los «hornos crematorios» ucranianos. No habrá extraños a ese fenómeno global, por más que algunos consideren haber alcanzado su estabilidad; pues si ello fuese cierto –veamos a Venezuela– se tratará en la hora de una estabilización en el fondo.

Dos referencias son aleccionadoras al respecto. Una, las lecciones que dejan las más recientes experiencias electorales en América Latina, y otra, la citada guerra ¿deliberadamente? emprendida por la Rusia de Putin, que distrae a Estados Unidos y a la fragmentada Europa occidental. ¡Y es que la anunció China, entre líneas, el pasado febrero!; antes de que el mundo viese recreadas de manos rusas, en pleno siglo XXI, las imágenes de la gran guerra que finaliza en 1945.

Por lo pronto, la centralidad atlántica y la de su gran mediterráneo parecería tambalearse o estar llegando a su final.

El drama Petro-Hernández en Colombia, como ejercicio de laboratorio, revela que los catecismos de la modernidad política han sido lanzados a una pira por las legiones de los ex ciudadanos internautas –remembranza de los indignados españoles– quienes demandan que la política y la democracia sean algo distinto de lo que rezan los textos o la experiencia. No por acaso la democracia entró en crisis tras la finalización del socialismo real en la Unión Soviética y los viudos de esta optan por la prédica del desencanto democrático, del electoralismo, del renacer de Estados fuertes pero virtuales en un contexto de disoluciones desembozadas.

Ya algo sugerían, sin que los establecimientos partidarios se diesen por enterados, el llamado Caracazo y la Masacre de Tiananmén: insurgencias antipolíticas desde polos extremos. Venezuela, en lo particular, conoce de su proceso de deconstrucción mostrando como primer rostro al fundamentalismo, consecuencia de la anomia social y política en marcha. Los “bolivarianos” como logia, que no las Fuerzas Armadas y como prueba de lo dicho, son en América el equivalente del Pogromo neonazi de Rostock, ambos en 1992.

Sumado a lo anterior, pasadas esas tres décadas de movimiento tectónico, el aldabonazo de la guerra de Rusia contra Ucrania, previamente consensuada con China mientras Occidente medra distraído con sus enconos y en búsqueda de otras identidades, es la espoleta que desencadena el relato que Oriente ahora busca mineralizar –de suyo lo ha impuesto tácitamente a Occidente desde 1989– mientras este abandona sus raíces. América, entre tanto, demanda de Europa –todos a uno confundidos y en refriega doméstica– le pida perdón por sumarla a sus tradiciones culturales, hace 500 años.

China a la cabeza, Rusia como peón de tablero, arman así la narrativa para la Era Nueva: Globalización y gobernanza global económica, financiera, comercial y de seguridad conducida desde el Asia y su Pacífico, con aspiraciones hegemónicas. Los cánones “universales” occidentales del Orden Mundial declinante, por relacionados con la política y la democracia (Estado de Derecho y derechos humanos) han de restar para la intimidad nacional, según sean las circunstancias históricas de cada Estado. Son las condiciones que ofrecen para la paz.

La molestia con Estados Unidos y Europa por la cuestión de Ucrania, en efecto, encuentra asidero en estos razonamientos. No por azar hasta la misma ONU, desde antes se inhibe de condenar o trata con pinzas a las tragedias humanitarias –salvo para sostener la ficción de las investigaciones y dar dictámenes a la manera de los forenses. Nicaragua, Cuba, Venezuela, El Salvador, Perú e incluso parte de Colombia y hasta de Chile se miran hoy en ese molde fragmentado de libertades al detal. Las violencias populares difusas, que queman bienes, destruyen y profanan iglesias, derrumban íconos y estatuas en búsqueda de otro presente huérfano de paternidad y negado a las utopías, lo anunciaban y no fueron escuchadas.

La unidad y ejemplaridad ucranianas, por lo pronto, quedan allí como respiro agonal, como esperanza de una parte del mundo que espera verse reconstruido, pero, otra vez, a partir de la primacía de la dignidad humana. Se resiente de verse como objeto o mero dato para los algoritmos digitales o como pieza inerte de la Pacha Mama.

En este tránsito último, los ejercicios políticos que se miran en la Revolución francesa y americana son vistos como antiguallas. Ni los quieren las dictaduras del siglo XXI –legitimadas estas tras el discurso de Pekín y aceptadas por la Casa Blanca para atajar su propia deconstrucción– ni quieren tales ejercicios los predicadores de la real politik, como Kissinger desde Davos.

En suma, el Occidente de las leyes vive su tragedia romana y se medievaliza en señoríos. El Oriente de las Luces construye, afincado en sus milenarias tradiciones, sin descontar su Ser, pero apuntando hacia el pragmático del «tener» de un mundo que decidió verse exonerado de la ética y el sentido trascendente de la libertad.

Cabrá saber si, en el panorama bajo cuestión, existen actores o élites con cabezas bien amuebladas en el planeta y capaces de seguir la enseñanza de Juan Pablo II, a saber, continuar enseñando la “verdad” aun cuando sólo queden “doce”.

En lo inmediato, mientras Oriente avanza hacia el dominio desde el Este y hacia el Este, los occidentales, en defecto de Estados y con naciones hechas hilachas permanecen en las trincheras, sin guía a la altura de los desafíos. Hasta su religión mayoritaria se vuelve entramado de ONG y reduce la vida al Network. Todos optan por huir hacia el Metaverso, cuyo 5G es de neta factura china.

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