Este domingo, el segundo de mayo, celebramos, con la distancia reglamentaria del aislamiento social, el Día de las Madres, jornada  inicialmente consagrada a las Tres Madres: a María madre de Dios,  a la madre patria y a madre hay una sola, la  mentada  con 15 letras quien ustedes saben; asimismo, de acuerdo con el nicochavismo (a)histórico y su calendario vindicativo, es el Día de la Afrovenezolanidad, conmemoración instaurada en 2005 por un Parlamento unipartidista, presidido por  Nicolás Maduro, en homenaje a José Leonardo Chirino (sin s), cabecilla de una insurrección de esclavos acaecida en Coro en 1795. Y, además, en fecha como la de hoy nació en Caracas, hace 121 años, Armando Reverón, probablemente el pintor venezolano más importante del siglo XX —en 2007 el MoMA expuso una retrospectiva de su obra—, quien erigió frente al mar un castillete de fantasía y allí trabajó y convivió con su mujer, Juanita, el mono Pancho y muñecas de trapo, a las cuales reverenciaba quitándose el pumpá. A su memoria se dedica el 10 de mayo a la exaltación de los artistas plásticos. Le apodaban el loco de Macuto. Y de locos, loqueros, mentiras y algo más van estas divagaciones.

«Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver», reza un proverbio judío. Si su veracidad requiriese demostración bastaría observar cómo se ha enmarañado el gobierno de facto en la telaraña de falacias, invenciones y engañifas urdida para distraer la atención ciudadana con cuentos chinos de la maldición del SARS-CoV-2, manoseado objeto de fake news propagadas al mayor por el Bolivarischenminister für volksaufklärung und propaganda, Jorge Rodríguez, psiquiatra, cuentero y escrutador comicial a destajo. Con una técnica inspirada acaso en las matrioskas rusas, el émulo del «enano cojo y diabólico», Joseph Goebbels, el igualmente protervo y endemoniado heraldo del zarcillo, pretende tapar con rebuscadas afirmaciones y negaciones cada vez más grandes los embustes eslabonados en las compulsivas cadenas desinformativas atinentes a la evolución del mal de Catay —así llamó Marco Polo a los dominios del gran Kan—, y el resultado está a la vista: estupefacción generalizada, cuando no paranoia, y descrédito total.

Presidentes mentirosos ha habido muchos: Richard Nixon y Bill Clinton o el propio Chávez, sin ir muy lejos. De igual forma presidentes de mentira —Diego Bautista Urbaneja, Hermógenes López, Victorino Márquez Bustillos y Juan Bautista Pérez, títeres de Guzmán Blanco los dos primeros, y de Juan Vicente Gómez el par restante—. Nicolás Maduro tiene el dudoso honor de pertenecer a las dos categorías. Padece del síndrome de Pinocho y sus mandatos han estado viciados de ilegitimidad originaria y de ejercicio: analgatizó por vez primera en el trono miraflorino gracias a la enfermedad de su valedor —mitómano de altos vuelos—, cuya gravedad banalizó con infundado optimismo, dando cuenta de  insólitas mejorías en un paciente desahuciado desde el vamos; después, se atornilló en el coroto sobre la base de una colosal  estafa constitucional  y, para redondear la  faena, se hizo reelegir en fraudulenta votación, desconocida en la casi totalidad del orbe democrático, al igual que la parodia  pro(con)stituyente —o con(pro)stituyente— y los poderes públicos emanados de su forjada soberanía. Esta fulgurante trayectoria no hubiese sido posible sin el concurso de los cubanos, sedientos de petróleo, y de militares criollos-criollitos, rojos-rojitos ávidos de riquezas, dispuestos a hacer suyas las paparruchas ideológicas del psuv (minúsculas ineludibles), asumirlas como credo propio y convertirse en punta de lanza de la usurpación. Blindar el régimen resultante de semejantes adulteraciones reclama un poderoso andamiaje mediático y sofisticadas estrategias de comunicación, a fin de suplantar la información con propaganda y la verdad con mendacidad. Comunistas y fascistas coinciden en ello, y el nicochavismo se nutre de sus experiencias: lo demuestra en el manejo comunicacional de la ofensiva de los peñeros.

«Las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña», aseguraba Adolf Hitler. Es inevitable asociar su sentencia a las declaraciones de Néstor Reverol, ministro de interior y justicia —¿justicia en calzoncillos?, ¡por favor!— con motivo de la frustrada incursión en el litoral varguense de un escuadrón suicida y un par de bounty hunters —10 melones verdes son una boloña y 15, boloña y media—, provenientes, supuesta e inverosímilmente, de Colombia a bordo de una patera con enseña norteamericana —Stars and Stripes for ever—, el visto bueno de Trump & Duque y la finalidad —cito ad pedem litterae— «de cometer actos terroristas en el país, asesinatos de líderes del gobierno revolucionario, incrementar la espiral de violencia y generar caos y confusión en la población para derivar en un nuevo intento de golpe de Estado». (El subrayado corresponde al énfasis puesto en esas palabras por el mayor general maracucho y socialista, ¡qué molleja!). En la batalla naval guaireña hubo 8 muertos y 2 detenciones en las filas del «enemigo». En la furia bolivariana no se registraron bajas.

Al día siguiente del confuso episodio, otra embarcación de poco calado, transportando kamikazes del mar con similares designios a los atribuidos a los intrusos de la víspera, fue interceptada por pescadores, yo te aviso chirulí, en una ensenada del estado Aragua próxima a la base naval de Turiamo, lo cual abona el terreno de la suspicacia.  Hay quienes creen que los «mercenarios» abatidos en Macuto —condottieri habrían sido denominados en la Italia medieval— fueron secuestrados y ultimados por faracos o elenos y sus cadáveres, una vez vendidos (sic) al jefe civil de la dictadura castrense y policial, trasladados vía aérea desde algún lugar de la otrora «Hermana República» a La Guaira, para colocarlos en la escena del crimen. ¿Teorías de la conspiración? Quizás.

Los detalles de la rocambolesca Operación Gedeón, difundidos con exceso de estridencias en cadenas radio-televisuales  dirigidas a entretener o confundir  a un público hastiado del coronaclaustro —envergadura de las naves,  singladura,  pertrechos con olor a siembra, mostrados en videos burdamente editados, y el testimonio de indiciados leyendo sus confesiones en un telepronter y balbuceando tal una conexión a Internet Cantv—, ponen en cuestión la consistencia de la conjura, aunque las confesiones de J. J. Rendón den pie a los aspavientos de Jorge el frenólogo. Las alianzas de la cruzada libertaria del presidente interino no difieren de las asociaciones circunstanciales e interesadas de quijotes bien pensantes y forajidos de la peor calaña en busca de fortuna, vistas, en Veracruz (Robert Aldrich) o Los 7 samuráis (Akira Kurosawa), películas de 1954. Integrantes de la generación de 1928, en su tenaz oposición a Gómez, se vincularon a Rafael Simón Urbina, ambicioso, resentido y reaccionario general de hacienda y peonada. Al respecto, Miguel Otero Silva sostuvo, palabras más, palabras menos: en aquel entonces hubiésemos pactado hasta con el diablo para salir del tirano.

El remedo de Playa Girón o caricatura de Bahía de Cochinos ocurre, insólita coincidencia, cuando se cumplen 53 años del desembarco en Machurucuto de guerrilleros cubanos (8 de mayo de 1967), aprehendidos por el Ejército venezolano cuando aún no era el nido de ratas y escorpiones de ahora. Las casualidades no existen. De momento y teniendo en cuenta la ejecución de Óscar Pérez, y porque  el  pasado jueves, con exceso de mayúsculas, la Zona Operativa de Defensa Integral (ZODI) de La Guaira informó el arribo de especialistas de las Fuerzas Especiales de la Federación Rusa, «para conducir operaciones y acciones de patrullaje y escudriñamiento aéreo en Carayaca con el fin de apoyar las actividades de captura de los mercenarios», podríamos conceder el beneficio de la duda a los invasores —¿románticos ochocentistas o cazadores de recompensas?— .

No deja de sorprender lo oportuno y conveniente, para el régimen of course, de la temeraria aventura marina. Le sentó como ano al dedo medio, pues, pretexta las iniquidades del Sebin, la DGCIM, la FAES, la GNB y los colectivos bolivarianos. Y su irrupción en el escenario noticioso eclipsó  la atroz escabechina perpetrada por la guardia nacional en el Centro Penitenciario de los Llanos con saldo de casi medio centenar de muertos y quién sabe cuántos heridos —en un país serio (el nuestro es apenas un enorme estacionamiento de camastrones varados a causa de la escasez de gasolina), Iris Varela habría sido destituida de inmediato, y el general Gherson Chacón Paz, jefe del destacamento zonal de la ominosa fuerza pretoriana, suspendido e investigado a fin de establecer su responsabilidad en la masacre consumada para aplacar con hambre balas el hambre de los reclusos. De igual modo, las escaramuzas costeras pusieron sordina al tiroteo sostenido en Petare, a la usanza del Chicago de Al Capone o el far west de Jesse James, entre las bandas de Wilexis y Gusano, apertrechadas, con la bendición madurista, de explosivos y armas largas, y la misión de defender el barrio y la revolución, aterrorizando (estos sí son terroristas) al vecino inerme. 

La vocinglería de Maduro, Padrino, Cabello y los hermanos Rodríguez nos remite indefectiblemente a dos principios del catecismo goebbeliano: el de la transposición, «Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan»; y el de la exageración: «Convertir cualquier anécdota, sin importar cuán pequeña sea, en amenaza grave».  Los extraños sucesos de estos 10 primeros días de mayo dan para escribir un culebrón de nunca acabar; pero todo tiene su final y aquí no más desembarco yo, lamentando no ser primer chicharrón en —perdónesenos la incorrección política— la merienda de negros a oficiarse, si la cuarentena no es impedimento, en el bajel de Aristóbulo, pescador de orilla y navegante del mar de la felicidad. ¿Quién ha visto negro como yo? ¡Hurra por Pepe Leo, hic! ¡Viva la negritud, burp!

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