La venezolanidad y el lenguaje

¿Cuántos no recuerdan aquel «¡Apaga, Bordona!» con el que Marcos Vargas [1] convertía una frágil prudencia en escudo contra las abrasadoras llamas de ciega pasión que atizaba aquella que deseaba ser zangoloteada en algún «descuido» y que por él estaba dispuesta a soportar las «canfínforas» [2] de sus hermanas, o el pocaterriano mosaico de situaciones y paisajes con oscuros espacios de prejuicios y crueldades surcados por coloridos papagayos, bárbaros hombres patricios ataviados con algún raído flux o paltó, un Niño Jesús rodeado de inertes santos y otro exultante en su reino —por cobijar la bondad que de la Tierra se arrancó sin que sobreviniese a causa de ello el remordimiento—, la Divina Pastora, hallacas, cujíes, cerbatanas, casas de bahareque, mangas, chinchorros e incontables seres, estados anímicos, caracteres y otras circunstancias y elementos fácilmente reconocibles por cualquier venezolano?

¿Quiénes en Venezuela no «prendieron» alguna vez junto con sus panas un bonche con el Tucusito o lloraron a lágrima viva, pero entre carcajadas, al escuchar el mordaz «Allá arriba en aquel cerro, / ta un matrimonio civil; / se casa la bemba‘e burro / con el pescuezo’e violín» del más popular de los cantos de pilón? ¿O quiénes no han oído absortos algo como «Se prepara el pícher, lanza y… ¡el bateador abanica y se poncha!» o saltado en su asiento luego del familiar «¡Batazo!»?

¿Y qué venezolano no se ha visto involuntariamente envuelto en un «coge culo» [3] o ha sido presa del hastío por un «¿Te enteraste, «marica»?» o un «¡Epa, «marico»!» escuchado sin intención al pasar?

Son ejemplos que dan cuenta tanto de circunstancias únicas como de una idiosincrasia y relaciones sociales con matices, tan variados como peculiares, en los que se mezclan la abulia con la fogosidad, la solidaridad con la mezquindad, la crueldad con la compasión, la excelencia con la mediocridad, el dolor con la alegría, la probidad con la «viveza criolla», la pusilanimidad con el arrojo, y los más heterogéneos rasgos, y que precisamente por su singularidad solo han podido componerse como mundo comunicable mediante un lenguaje de iguales características.

Se trata del lenguaje de la venezolanidad; uno que, lejos de constituir una suerte de incomunicada isla lingüística en medio del gran océano del español y de la comunicación global, no ha dejado de ofrecerles a los venezolanos la oportunidad de entenderse e interactuar con una mayor riqueza cultural en ese contexto general.

Por supuesto, el que tal oportunidad se haya aprovechado o no en los distintos momentos de la vida de la nación es otra historia.

Venezolanismos como expresión de libertad

En todo caso, lo anterior pone en claro que algo tan complejo como la intelección de la venezolanidad sería una empresa aún más difícil, y se traduciría en representaciones de la realidad —o de realidades— mucho menos completas y fieles que las ya de por sí incompletas y no del todo fieles que de manera contraria se construyen, de llevarse a cabo esa tarea al margen de la consideración de los venezolanismos y de los modos de entender y decir, a partir de ellos, que a lo largo de la historia de la nación han contribuido en gran medida a definir desde las distintas formas de ser y hacer hasta las dinámicas relacionales de los venezolanos.

Ese lenguaje caracterizador, enmarcado por una de las lenguas más ricas de todas cuantas han hecho posible tanto una mejor estructuración del pensamiento como el desarrollo de una mayor y más provechosa intersubjetividad, y por una herencia cultural cuyo eclecticismo, en virtud de la variedad de sus raíces, es a su vez fuente de aquella permanente búsqueda de diferenciación que, para bien y para mal, ha permitido construir y reconstruir aquella particular idiosincrasia en el transcurso de los americanos siglos de existencia —y decidida subsistencia— del pueblo venezolano, constituye la más viva manifestación de una indefectible esencia que constantemente se rearticula en torno a un inextinguible anhelo de libertad por el que, entre otras cosas, acaba siempre aquel sobreponiéndose al temor sembrado por la mano de la rediviva opresión.

Ha sido en parte tal lenguaje, por tanto, el producto de un «necesitar» y de un «querer», referidos a la comprensión, creación o comunicación de lo que en distintas épocas algunos han tratado de evitar que se entienda, idee o abiertamente se exprese, que han llevado no solo al acometimiento de la ardua labor de llenar los vacíos de la imagen de un relativo «todo» recreado con fragmentos de una lengua que se restringe o deforma en su «reoficialización» según los intereses del momento, sino también a una colectiva e ingeniosa codificación del sentir, de la crítica, de la denuncia, de cada aspecto de la silente lucha por la libre determinación de la propia vida y de todo aquello que pueda ayudar a expandir las fronteras de esa libertad.

«Arrecharse» o «ser arrecho» [4], «báilame ese trompo en la uña» o «ellos hablan puro gamelote», «cachicamo diciéndole a morrocoy conchudo», «caimanes del mismo pozo» o «zamuro cuidando carne», «a ponerse las alpargatas que lo que viene es joropo», entre otras expresiones o paremias, son apenas unos pocos ejemplos de las innumerables y peculiares maneras de manifestar los más variados movimientos del ánimo, interpelar, criticar, ironizar, advertir o simplemente decir, en el contexto de la cotidianidad venezolana, con los igualmente singulares recursos de un léxico propio que, a diferencia de lo que sostienen cada vez menos «puristas», ha supuesto una valiosa contribución al enriquecimiento del español y de la cultura del mundo hispanohablante en general.

Es además este léxico reflejo del continuo y nunca acabado ejercicio mediante el que amplios sectores de la sociedad venezolana han tratado durante mucho tiempo de explicar y aprovechar, sin más guía que sus criterios, aquello que su munificente mundo cercano le ha ofrecido, y por lo que no siempre ha recibido este el mejor trato en pago —tal como lo patentiza, verbigracia, la amenaza de extinción que hoy, de acuerdo con la cuarta edición del Libro rojo de la fauna venezolana [5], se cierne sobre especies autóctonas como el cardenalito, el hormiguero tororoi tachirense, el semillero de Carrizales, el venado paramero y muchas otras—, por no contar con un marco auténticamente inclusivo y emancipador derivado de la procura de la materialización de un país desarrollado que, en primer lugar, haya sido concebido como un proyecto común a largo plazo; y aun lo es de la prístina necesidad de darle forma a alguna intersubjetiva imagen de una tierra y una vida en ella, que solo un sabio alemán, el cercano y apreciado Alexander von Humboldt, se interesó en conocer en profundidad antes de que la idea de una república independiente se asomase como real posibilidad, que dio lugar al surgimiento o fijación de significantes a los que ninguna voz del español establecido se aproximaba siquiera, como «arepa» —del cumanagoto «erepa», ‘maíz’— o «casabe» —del arahuaco «cazabí», ‘pan de yuca’—. ¿Y acaso no evidencia también todo ello el mismo anhelo y la misma búsqueda de una libertad por la que continuamente se intenta trascender todos los límites impuestos y autoimpuestos, incluso los de la palabra?

Hasta en los períodos democráticos, sobre todo el de los cuatro últimos decenios del siglo XX, que pese a no haber constituido contextos de total equidad, en términos de oportunidades, sí propiciaron una significativa disminución de las brechas en el acceso a la educación, a la ciencia y al conocimiento e información de calidad en general, el mejor dominio del léxico aceptado y normalizado por la Real Academia Española no impidió que se acuñasen nuevas voces y locuciones en el país. Por el contrario, siguieron estas surgiendo como expresión de una cultura en expansión gracias, entre otras cosas, a un sinfín de influencias globales que se amalgamaron en el crisol del carácter nacional tanto con elementos preexistentes como con otros nacidos de la creatividad local de manera concurrente, y ha sido tal, a su vez, el influjo de esa cultura definida mediante venezolanismos sobre el venezolano de estos tiempos que, aun cuando la democracia fue luego pulverizada en Venezuela por una maquinaria de opresión, cuyos engranajes se han pretendido articular infructuosamente con neologismos degradantes y conscientemente orientados a la cosificación del «otro» —o dicho de otro modo, de todo el que no pertenece a la reducida cúpula de ese tinglado—, continúa ella generando nuevas formas de decir que se han erigido en eje de la lucha por su reconstrucción; una lucha por la libertad desde la libertad de creación más importante.

Una obra desde y para la venezolanidad

Es justamente dentro de este marco, y de la pluma del actual secretario de la Asociación de Academias de la Lengua Española, el doctor Francisco Javier Pérez, que surgió el Diccionario visual del español de Venezuela [6]; una obra cuya importancia es incluso mayor que la de aquella de la que en cierto sentido es una continuación, a saber, el Diccionario histórico del español de Venezuela [7], del mismo autor, por el hecho de estar dirigida en primera instancia a los niños y adolescentes de la desdibujada Venezuela de hoy, quienes a diferencia de los de todas las generaciones anteriores solo tienen de los mejores aspectos de la cultura venezolana lejanas referencias que, además, apenas si pueden integrar a otros elementos en sus diarios procesos cognitivos por una exposición a neologismos esclavizantes que han cercenado y deformado el lenguaje que se requiere para hacerlo de un modo efectivo.

Por tal razón está ese inicial repertorio léxico llamado a erigirse, sin duda, en uno de los ejes de aquella reconstrucción nacional que, aun cuando se vislumbre como un futuro no tan cercano, será todavía más lejano si no se comienza desde ya a sembrar en esos ciudadanos del mañana los valores que otrora cimentaran las mejoras obras de la sociedad venezolana; algo que hasta podría rendir superiores frutos si en tal siembra se incorporan los aprendizajes dejados por largos años de un pobre discernimiento que ha llevado a confundir lo grotesco con lo sublime, lo inicuo con lo beneficioso, los espejismos con deseables futuribles.

Claro que el aprovechamiento de la obra en cuestión dependerá de cuán grande sea la motivación que alimente la ciudadanía para que, a la par de la actual lucha por la democracia, sea ella ampliamente utilizada como recurso educativo clave, para la consecución del mencionado propósito, con la guía de padres, maestros y demás actores sociales, y, de hecho, tanto la gratuita disponibilidad de este diccionario en Internet como la amena interfaz diseñada para su consulta dejan poco margen para excusas con las que se quiera eludir la responsabilidad de participar proactivamente en ese necesario rescate de lo mejor de la venezolanidad con la ayuda de aquel.

Tal recurso, por supuesto, no es una obra acabada, como bien lo ha expresado su propio autor, y será también clave que la misma ciudadanía contribuya a enriquecerla para que así pueda esta enriquecer y contribuir aún más a la formación del venezolano del futuro.

Voces como, por ejemplo, «morrocoy», «quesillo», «chipichipi», «guacamaya», «sábila», «conuco», «mondongo», «caney», «totuma» y tantas otras se echan de menos en esta primera edición, y aunque algunas ya están incluidas en el Diccionario histórico y en los principales repertorios académicos, su agrupación y definición más precisa en él sería de incalculable valor, como también lo serían indicaciones complementarias en cada entrada tales como la clase de palabra o locución, su alcance, entre otras.

No obstante, es ya este diccionario un enorme aporte y una fulgente luz en tiempos de debacle y deriva.

Notas

1 Principal personaje de Canaima, novela de Rómulo Gallegos.

2 Voz coloquial venezolana, ya desusada, que según la más reciente edición del Diccionario de la lengua española (DLE) de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española significa ‘alboroto, bullicio’, aunque en la citada novela es definida por Aracelis Vellorini, otro personaje, como ‘regaño en cayapa’.

3 Venezolanismo que en ese mismo repertorio léxico no se considera como una expresión malsonante sino como un coloquialismo.

4 Tampoco es malsonante la palabra «arrecho(a)» de acuerdo con el DLE.

5 RODRÍGUEZ, Jon Paul, Ariany GARCÍA-RAWLINS y Franklin ROJAS-SUÁREZ, eds. Libro rojo de la fauna venezolana, 4.ª ed. Caracas, Provita, 2015.

6 PÉREZ, Francisco Javier. Diccionario visual del español de Venezuela. [Caracas], Fundación Empresas Polar, [2020].

7 — Diccionario histórico del español de Venezuela. Prólogo de Manuel ALVAR EZQUERRA. [Caracas], Fundación Empresas Polar, 2012-2016.

@MiguelCardozoM


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