GDA | El Tiempo | Bogotá

Cuando mi mujer me toma una fotografía y luego me la enseña, tengo un estremecimiento. “¡Caramba! –exclamo– ¿Soy yo ese vejete? ¡No puedo creerlo!”. En mi caso, la explicación más obvia de tal sorpresa es que no me siento viejo por dentro. Hablo, escribo y me muevo en el mundo con la fogosa agitación de siempre. Por eso no me gusta el trato respetuoso reservado a los viejos. Por ejemplo, que me llamen don Plinio o, lo que es peor, don Apuleyo, don Apolonio, o don Epicúreo, como me ocurre a veces cuando se dirigen a mí utilizando mi segundo nombre, aquel que mis padres eligieron que me fuera puesto en una pila bautismal de Tunja sin reparar en mis feroces pataleos de protesta.

Aun si uno quiere hacerse el desentendido con la vejez, esta termina imponiéndose. Hay algo que la recuerda todos los días: las píldoras o tabletas recomendadas por los médicos para mantener bajo control la presión arterial, el colesterol o la tiroides. Es una obligada rutina diaria. Pero un día, cuando yo consideraba que todo lo tenía bajo control, una repentina isquemia cerebral, acompañada de un pequeño mareo, me obligó a internarme en una clínica. Desde entonces, después de movilizarme en una silla de ruedas, me sirvo de un bastón para asegurar el equilibrio. A pesar de eso sigo fiel a mi trabajo diario, como si nada hubiese ocurrido. Pero la gente no se engaña.

La vejez carga el peso de muchos recuerdos: peso duro cuando sus protagonistas han desaparecido. Como lo he escrito alguna vez, por esa razón no puedo volver a Barranquilla, ciudad donde viví en la década de los años setenta. Era entonces un joven cachaco. A la 1:00 de la tarde o a las 7:00 de la noche me detenía en La Cueva para beber una cerveza con una tribu alegre y estrepitosa de amigos barranquilleros como Álvaro Cepeda, Alejandro Obregón, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Guillo Marín, Eduardo Vilá, Ricardo González Ripoll o el «Chorlo» Maldonado. Oigo sus risas y sus bromas. Desbordaban de vida. Pues bien, todos han muerto, así como el supremo amigo de todos: Gabo.

De todos ellos, por fortuna, quedan hijos y nietos que de tarde en tarde aparecen. La última vez que pasé por París se me ocurrió llamar por teléfono a Gonzalo, el hijo de Gabo. Nos dimos cita en el café Deux Magots. Allí apareció alto, alegre, simpático y con un soberbio bigote de charro mexicano el Gonzalo que yo recordaba como un niño travieso cada vez que yo iba a Barcelona. “Hola, padrinito” –me saludó como entonces–, y para que yo me quedara mudo de sorpresa me contó que tenía un hijo de 20 años.

Tal vez, la mejor terapia para escapar a estas lúgubres servidumbres de viejo sea rodearse de gente joven. Lo hago tanto en España como en Colombia. Me agrada reunirme con los muchachos y muchachas a través de internet. Me gusta también seguirles la pista a los que pueden convertirse en futuros líderes, tan ajenos al clientelismo de los viejos y al populismo. Me llama la atención saber por quién votarán en las próximas elecciones. Es una manera de mirar hacia adelante y no hacia atrás.

Por cierto, el mejor consejo sobre la edad se lo escuché a Mario Vargas Llosa cuando cumplió 70 años de edad (hoy tiene 80). “Yo sigo viviendo como si fuese inmortal –dijo–, de modo que si la muerte llega en algún momento, lo tomaré como un accidente totalmente imprevisto”. Tiene razón. Proyectos y combates constituyen la esencia misma de la vida. Si uno los deja de lado porque considera que la edad no se lo permite, pisa las primeras sombras del fin. “Para descansar está la muerte”, escribió alguna vez Carlos Lleras. De modo que, en vez de concederle un reposo, hay que continuar en la escena más vivo e imprudente que nunca, sin preocuparse con la imagen que uno encuentra de sí mismo ante el espejo a la hora de afeitarse.


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