En poco realmente ha cambiado la situación política venezolana desde el pasado 21 de noviembre, cuando se efectuó el simulacro de eso que llamaron elecciones. Nicolás Maduro continúa en el poder con sus congéneres. Las fuerzas que lo adversan siguen igual de contrarias y las que lo insuflan frontal o simuladamente lo siguen sosteniendo.

Se movió bien poco la estabilidad del régimen criminal. Tampoco creció su legitimidad. Podemos considerar este 2021 como otro año perdido para la liberación del país. Porque, hasta ahora, no ha habido la manifestación fehaciente del interés por arrebatarle el poder a quienes desde él continúan aterrorizando a la población. El único estímulo constatable lo ha constituido la apertura de la investigación de la Corte Penal Internacional. A sabiendas de lo extenso en el tiempo que puede significar el atisbo de algún resultado eficaz en ese sentido. Lo demás, todo lo demás, ha sido incluso una calma insospechada en comparación con aguerridos años anteriores de ataques a la estabilidad de quienes se apertrechan entre Miraflores, Fuerte Tiuna, La Carlota y tal vez La Orchila u otro hueco que les sirva de escondrijo como de ratas en búnker.

Luego de la cómica de los votos, saltan de nuevo con el manido término de «unidad», indivisibilidad que jamás ha habido en la política venezolana. Ni cuando la independencia. La atomización, ahora, es mucho más profunda. Quizá porque han rodado las caretas, lo que indicaría que la polarización se va clarificando más certeramente. Quienes acompasan al régimen y quienes lo enfrentamos. Para mí quienes auparon «elecciones» están en la acera de enfrente. Señalo líderes y partidos. Sigo creyendo que la unidad no existe ni existirá. Habrá planes comunes de entendimiento, ojalá, para similares propósitos en medio de la profunda división. Invoco nuevamente la «acción coincidente» de los adecos de cuando luchaban por la liberación, cuando Pérez Jiménez.

Esto implica un propósito en medio de la diversidad. Estar de acuerdo en que hay que sacar a los tiranos, usando todas las fuerzas políticas y reales para ello. Las internas y las externas, contando con las disimilitudes enfocadas en lograr el fin último: obtener el poder de la manera más inmediata que se pueda, obviamente desplazando al enemigo. Así, al enemigo. Nada de entendimiento con criminales. Nada de negociaciones, como no sea para que se separen para siempre del poder. Lo demás son largas a las muertes, a las prisiones, a los diversos padecimientos de toda la población. ¿Fácil? Nada. Concordar con los otros que aspiran lo mismo sin medias tintas, sin dobleces. ¿Acuerdos? Desde luego, entre las fuerzas liberadoras y en la capitulación de los derrotados, cuando se logre. De no ser así,  habrá que esperar los largos años que puedan significar las decisiones de la Corte Penal Internacional. Alargamiento y diatriba de marea suave y olas marinas volubles. Discurso y ofertas engañosas.

Aquí no hay unidad ni puede haberla. Hay que aceptarlo. Se requiere de un acuerdo de liberación. Al que se le vayan sumando las potencialidades de quienes pensamos igual en diversidad de partidos y en todos los estamentos de la sociedad: militares, desde luego; iglesia, gremios, sindicatos, estudiantes, empresarios; todas esas fuerzas institucionalizadas que han sido desgajadas por el régimen. La articulación, por tanto, ha de ser variopinta. Del resto, no auguro sino largas y más largas a este asunto quejumbroso a diario en el que llevamos más de dos décadas de saltimbanquis. De llanto de infante. Espero equivocarme. Me daría gran placer equivocarme. ¿Votos? ¿Referéndum? ¿Mesas de dialogantes? Por ahí no está el remedio. La rebelión es también un derecho humano vigente. Cómo el de la vida y otros. Es el supremo derecho contra la tiranía y la usurpación.


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