Cuando se supo que el tribunal iba a allanar el Teatro de las Artes que funcionaba en los altos del cine Radio City, en el bulevar de Sabana Grande, sus actores y empresarios trataron de salvar los restos del naufragio. Entre ellos, una urna que había servido para la pieza Catalepsia de Emilio Santana, obra que montó Manuel Poblete con Eva Blanco en 1960. A los empresarios se les ocurrió dejarla ese mediodía en el estacionamiento del centro comercial que correspondía a la parte trasera de la librería Ulises, un celebrado lugar de encuentro de los intelectuales y artistas en tiempos de El Techo de la Ballena.

La librería Ulises fue un momento glorioso en nuestras vidas y Félix Alvarado era su dueño o regente. Contaba con un encargado, un muchacho hondureño que Alvarado rescató de las caballerizas del hipódromo. Me distinguía mucho y decía que yo era el verdadero intelectual del grupo porque fui el único en saber que la lempira era una moneda de su país.

Cuando un cliente entró en la librería preguntando si tenía La República, el muchacho fue enfático y dijo: ¡Aquí no vendemos periódicos; mucho menos oficialistas!, confundiendo a Platón con el magnífico periódico de los adecos, dirigido por Luis Esteban Rey.

Allí quedó la urna hasta que la librería abrió a las 2:00 de la tarde. Perán Erminy, maravillado al ver un ataúd en aquella bella tarde asoleada con el Ávila en todo su esplendor, resolvió que debía estar dentro de la librería. Al irse Perán, el encargado de la librería volvió a sacarla porque no le parecía adecuado que una urna estuviese dentro de una librería, pero Juan Calzadilla decidió meterla nuevamente y me tocó a mí volver a hacerlo y así estuvo aquella urna entrando y saliendo de la librería Ulises durante varias horas hasta que el vigilante del estacionamiento sospechando algo turbio y oscuro llamó a la policía.

En el acto se hicieron presentes la manzopol, la sotopol, la Digepol o como se llamase la policía política en aquellos años sesenta tan difíciles y con guerrilleros encaramados en el techo de una ballena. El primero en caer detenido fue Alfredo Chacón por encontrarse dentro de la librería y por declararse estudiante universitario, es decir, reconocerse como enemigo público número uno de cualquier policía en el país, en cualquier tiempo y cualquiera que fuese su república.

Preso, ostensiblemente confinado dentro de la radiopatrulla estacionada frente a la librería y rodeado de curiosos, Alfredo ve llegar a Ludovico Silva y Ludovico, antes de entrar en la librería y considerando normal que Alfredo Chacón estuviese dentro de una radiopatrulla, se acerca a saludarlo y Alfredo sin mover los labios, comienza a hacerle desesperadas señas para que se aleje, pero al parecer Ludovico encontró la situación no solo normal sino particularmente divertida, porque, sonriente, terminó preguntando: Alfredo ¿qué haces en esa radiopatrulla?

Lo asombroso de esta historia es que Ludovico, el filósofo que ha hecho aportes al marxismo, encontró cotidianidad en una situación en modo alguno cotidiana, y el poeta Alfredo Chacón ya estaba anunciando, sin saberlo, el libro que va a escribir varias décadas más tarde titulado: Sin mover los labios.

La boca está asociada al habla, a la palabra, al lenguaje, pero también a lo que devora. Los dientes muerden, desgarran. Pueden ser armas de ataque, pero también protegen, custodian, defienden al ser interior y cuando los labios se sellan los espacios del decir se cierran al mundo exterior y todo el universo del lenguaje, el ámbito poético y todas sus resonancias quedan en el interior, tal como se encontraba el poeta: ¡dentro de la radiopatrulla!

Que la poesía se conciba, se alimente y permanezca en el interior del poeta protegida por labios sellados, revela la gloria de lo maravilloso que puede llegar a ser accionar y defender todo acto poético.

Era lo que queríamos provocar y estimular cada vez que ofrecíamos albergue y protección, dentro de una librería, a un ataúd huérfano de muerte, pero donde dormía la fascinante oscuridad de su teatralidad, sin percatarnos de que el desconfiado encargado del estacionamiento había encendido su malsana vocación delatora.

Proteger el ataúd de un vulgar asedio o embargo judicial significó no solo salvar del naufragio a una presencia teatral, sino un acto de hermosa violencia poética que la policía de la democracia transformó en una rara y sospechosa actividad al confundir la poesía con la delincuencia.

 


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