Cuando pensamos en Europa, la vemos como el Espacio Europeo, su Comunidad Económica, sus avances y retrocesos; pero llegar a esa entidad costó siglos de invasiones, guerras, asentamientos y voluntades para concretar el ideal de unidad.

Pensar en Europa no es posible sin vincularla con la semilla del cristianismo llegada desde tierras remotas por boca de Pablo de Tarso; pensar en Europa no es posible sin enlazarla con las “nuevas tierras” americanas y, con ellas, una nueva esperanza de concreción de la utopía cristiana.

Comprender a América desde la vetusta Europa ha sido un fuerte desafío para las mentes más lúcidas de ese lado del Atlántico. Nada mejor que las palabras del gran escritor de nuestras tierras caribeñas, Gabriel García Márquez, para expresar esa dificultad que se posee para comprender nuestra realidad, nuestra soledad: “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos solo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado”.

Podría dejarme tentar y seguir leyendo el discurso de García Márquez cuando recibió el Nobel, pero la idea que quiero rescatar es la del sueño europeo que abandona su patria en busca de algo mejor, en busca de la Arcadia, en concretar un anhelo. Cuando el europeo llega a las tierras americanas, estas son concebidas como la concreción de la utopía; y sobre ella, el europeo inició la construcción de la nueva sociedad a la que aspiraba. A partir del siglo XV, el imperio español, el imperio portugués, y desde comienzos del siglo XVII el imperio británico (1607), Francia (1608) y los Países Bajos (1625), conquistaron y colonizaron una gran parte del territorio americano, sometiendo a sus pobladores nativos. Sin lugar a dudas, la incursión y el asentamiento de los españoles en América han sido considerados históricamente como los de la mayor importancia y relevancia de todas las demás incursiones europeas. En el lapso de poco más de un siglo la Corona de Castilla exploró, conquistó y pobló ingentes regiones tanto en el norte, centro y sur del continente americano.

Sin entrar en los detalles de este proceso, que nos desviaría del foco central de mi artículo, quiero enfatizar que uno de los motivos de esa ocupación de los territorios americanos fue la cristianización de los nativos; por ello, fueron enviados numerosos misioneros de diferentes órdenes religiosas a América, y quienes se constituyeron en los grandes constructores e impulsores de iglesias, escuelas, hospitales y las universidades.

Al acercarnos a la historia de la fundación de las universidades en América, encontramos un factor altamente sugestivo: es España quien crea universidades, contrariamente al imperio portugués, que no crea ninguna, y en Norteamérica, aparecen los colleges, pero universidades como tales solo se verán después de la Guerra de Independencia.

Llevar a cabo la cristianización de la población nativa fue el motor que movilizó a diferentes órdenes religiosas para la “conquista espiritual” de las nuevas tierras. La expansión de estas órdenes –franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas– llegó a lugares ignotos; las directrices salían de los conventos provinciales, los cuales se encontraban distribuidos en las capitales políticas, tales como las audiencias reales y los obispados. En estudios realizados sobre el surgimiento de las universidades durante el dominio español se reseña que se llegaron a crear entre 25 y 32 universidades de diferente perfil en unas 15 ciudades.

Trescientos años representan un período muy largo, durante el cual algunas de esas universidades fueron reformadas, otras desaparecieron antes del período independentista, cierres ocasionados por diferentes motivos; uno de ellos, la expulsión de los jesuitas de las tierras americanas.

Los teóricos que han desarrollado investigaciones sobre el origen de este surgimiento y fundación de universidades en las colonias españolas han querido explorar sus posibles orígenes, sin que ninguna de esas explicaciones haya logrado satisfacer a propios y extraños. Dichas explicaciones poseen un fuerte componente pragmático que quizá sea el motivo por el cual no logren aclarar en su totalidad esa característica de la colonia hispana.

Una de las causas aducidas fue la necesidad que se originó de tener mejor instruidos a los novicios españoles, puesto que la misión evangelizadora se había multiplicado con creces. Otra de las razones señaladas es el interés que se tenía de proveer lugares donde se les diese formación a los descendientes de españoles y a los mismos peninsulares, en tanto había que prepararlos para ocupar cargos, tanto civiles como eclesiásticos. También se ha indicado que muchos de los religiosos formados en universidades españolas, como muchos que salieron de las aulas de Salamanca, quisieran seguir elevando sus estudios. Sin embargo, ninguna de estas razones parecen dar cuenta del fenómeno.

Si recordamos que Portugal, por ejemplo, no creó ninguna universidad en Brasil durante la época colonial y que fue la Universidad Portuguesa de Coimbra la que contrajo el compromiso de realizar las tareas antes señaladas; y recordamos también que Inglaterra edificó un poderoso Estado sin que por ello concediera valor alguno a la fundación de universidades, podemos concluir, sin mayores complicaciones, que realmente España es una gran rareza entre las potencias coloniales, en lo que se refiere a la fundación de universidades europeas fuera de Europa.

Cabe, entonces, pensar que movidos por el deseo de ampliar la evangelización y ver realizado su anhelo de la construcción del Paraíso en la Tierra, es decir, concretar la utopía del cristianismo, vieron en las universidades un espacio idóneo para esa concreción.

Es mucha el agua que ha corrido debajo de los puentes en esta historia de las universidades latinoamericanas, y se vuelve imperativo recordar la Reforma de Córdoba, Argentina, que le imprime un sello característico a las casas de estudio latinoamericanas. Se señala, generalmente, como uno de los grandes “logros” de esta reforma “la erradicación de la teología y la introducción, en lugar de esta, de directrices positivistas”.

Y ese “logro” de las directrices positivistas trajo una separación nefasta entre ciencia y arte; entre naturaleza y cultura, por tan solo citar algunas. Redujeron la cultura a la ciencia, a las “técnicas de investigación”; entendieron la educación como instrucción, y, uno de los más graves reduccionismos actuales, el universitario a la profesión especializada. La universidad se ve en grave riesgo de perder su autonomía, su legitimidad.

Unas y otras, laicas y católicas, son indispensables en este aciago momento de nuestro país. La universidad, como institución, sin apellidos, sin adjetivos, no puede ser avasallada, vulnerada en su corazón que no es otro que su autonomía.

@yorisvillasana

 


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