Cuando esto escribo hay un día maravilloso en Caracas. Cansando de deambular y lidiar con países y costumbres extrañas, como una especie de nuevo Reverón (y tal vez contagiado por esa misma locura que produce la luminosidad y los colores del trópico) he vuelto a esta ciudad en busca de los rayos del sol, el calor de su gente y mis alumnos. La realización profesional, como dice mi amigo el Dr. Carvallo, tiene una importancia imposible de medir y valorar. Para mí el acto de impartir clases y comunicarme con los estudiantes tiene algo tántrico. Recuerdo cuando estudiaba en el Liceo Fermín Toro y la profesora de Psicología nos decía que había apostadores de caballo que cuando iban al hipódromo tenían verdaderos orgasmos mientras observaban las carreras. Salvando las distancias, y  líquidos seminales aparte, es un verdadero placer para mí compartir mi experticia y conocimientos con quien tenga a bien apreciarlos. Creo que a gran aparte de ello es a lo que se refería  Savater en ese opúsculo sin mayores pretensiones que es el Valor de educar.

Llegado a este punto debo decir que la UCV es mi universidad. Allí, como he escrito ya antes, pasé gran parte de mi educación superior, tuve mis primeros e inolvidables escarceos amorosos y conocí profesores de la talla de Victoria de Stefano, Nuño, Riu, Pagallo, Núñez Tenorio o Cappelletti, pero fue la Universidad Simón Bolívar la que me terminó acogiendo finalmente en su seno y, a riesgo de repetir tópicos y clichés, la que me proporcionó un lugar en este mundo líquido e inasible que nos ha tocado vivir. Esa institución me permitió desarrollarme profesionalmente, publicar mis investigaciones e ir a congresos en otras latitudes. Por eso es que  me produce tanta desazón y congoja verla languidecer lentamente.

Como he escrito otras veces, en los años ochenta del siglo pasado apareció un artículo en la revista americana The Atlantic Monthly titulado “Ventanas rotas”, escrito por  los científicos sociales James Q. Wilson y George L. Kelling, que daría lugar a una teoría que se impondría en la ciencia criminalística y permitiría la campaña de tolerancia “cero” llevada a cabo posteriormente por el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, y el jefe de policía, William Bratton. Dicha teoría sugería que los métodos policiales debían centrarse antes que todo en atacar los delitos menores, como el vandalismo, la vagancia, el consumo de alcohol en público, etc., ya que ello proporcionaba una atmósfera de orden y legalidad. Pero en el fondo a lo que apuntaba esa hipótesis era  a que el descuido de las calles por parte de los diferentes municipios propiciaba el abandono y el deterioro del entorno social. Si la ventana de un edificio no se reparaba, sostenían Wilson y Kelling, los vándalos tenderían a romper unas cuantas más. Finalmente, quizás hasta irrumpirían en el edificio; y, si estaba abandonado, es posible que lo ocuparan y le terminaran prendiendo fuego. Igualmente, si en una acera o una banqueta se acumulaba algo de basura y no se limpiaba pronto, más basura se iría acumulando y, con el tiempo, la gente se acabaría acostumbrando a dejar allí bolsas, restos de comida rápida y todo tipo de desechos.

El caso de la Universidad Simón Bolívar, a la cual he vuelto por ese afán de impartir clases, que he explicado más arriba, es ejemplo paradigmático de lo que sostenían estos dos académicos norteamericanos. Actualmente y debido seguramente a los efectos de la pandemia y la deserción de sus profesores y trabajadores, luce como una escena de las que magistralmente describió Miguel Otero Silva en su texto Casas muertas, cuando hacía referencia al pueblo de Ortiz. Donde antes había aulas repletas de alumnos hoy hay pupitres arrumados, suelos levantados y puertas rotas. Los jardines están descuidados, el monte se ha tragado parte de las instalaciones, y los pocos alumnos y profesores que se ven, deambulan perdidos entre el abandono. Es como si la frenética actividad académica que un día hubo allí forme parte ya de un pasado lejano que apenas podemos ahora vislumbrar.

Amanecerá y veremos. Pero lo visto, y tomando en cuenta lo que nos enseñaron James Q. Wilson y George L. Kelling, no nos permite ser muy optimistas. Si no se le pone coto a esto con determinación y firmeza, pronto perderemos una de las mejores universidades que ha tenido el país.


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