Haití
Presidente asesinado, Jovenel Moise. Foto Chandan Khanna / AFP

Es difícil encontrar una sola palabra que abarque todas las dimensiones de la tragedia haitiana, que ya se acepta como crónica, con su propia normalidad. Quizás es por eso que cada vez que alguna de sus manifestaciones más funestas llama la atención el recurso inevitable es proceder a algún recuento, como para ordenar y refrescar la memoria sobre la secuencia del caos. Así vuelve a ocurrir en estos días, pero ya no es por algún huracán, terremoto o epidemia de los que suelen asolar a Haití, sino por un magnicidio.

El asesinato de Jovenel Moise, en medio de las inmediatas manifestaciones de condolencia y condena, deja en el aire muchas preguntas, dudas más que razonables. Es así en medio de las tensiones políticas sobre la extensión del mandato presidencial, la reforma constitucional en ciernes, las alertas recientes del propio Moise sobre riesgos para su seguridad y el modo cómo esta fue rebasada. En varias declaraciones internacionales ha sido común la solicitud de una investigación independiente, contando con que ella ayude a definir responsabilidades, reduzca los riesgos de mayor conflictividad y propicie la estabilidad. Pero, ¿cuál estabilidad?

Un intento de recuento desde lo más presente bien puede comenzar por los problemas de sucesión del presidente por un primer ministro que debía haber entregado su cargo a un nuevo designado días antes del asesinato, pero este no se había juramentado. Habiendo sido disuelto el Poder Legislativo desde comienzos del año pasado, Moise gobernaba desde entonces con decretos y acciones represivas e impunes en medio de frecuentes oleadas de protestas, rápidamente convertidas en disturbios con participación de población armada. A este cuadro se añaden las elecciones presidenciales y legislativas pendientes, junto a un referéndum constitucional que fortalecería el Poder Ejecutivo en detrimento de sus contrapesos. En realidad, la crónica fragilidad del Estado haitiano se agravó a partir de 2017, contrariamente a lo que entonces auguraba un informe del secretario general de las Naciones Unidas al presentar los avances de la Misión de Estabilización desde su creación en 2004. Precisamente en febrero de 2017, tras las denuncias de fraude que provocaron la repetición de la convocatoria a la segunda vuelta electoral, Moise asumió el poder con un año de retardo. Lo hizo en un escenario político muy fragmentado, con presencia creciente de bandas criminales como inocultable indicador de incapacidad estatal. Esta también se reflejó en el agravamiento de la corrupción y el deterioro de la calidad de vida, que en el ámbito del desarrollo humano, mantuvo a Haití entre los casos mundialmente más críticos.

Mirando el trayecto de la pérdida de Estado algo más atrás en el tiempo, en el balance de las casi tres décadas del régimen de los Duvalier, no es difícil recordar su apoyo en milicias paramilitares, delincuenciales y brutalmente represivas, fortalecidas en desmedro de la institucionalidad militar. Esa sombra se proyectó sobre el muy breve primer mandato presidencial por elecciones, el de Leslie Manigat, y en la violencia que prevaleció en la sucesión de militares que lo desplazaron del gobierno. También se haría sentir en el contraste entre lo que prometían en 1990 las primeras elecciones plenamente libres en Haití –con el gobierno de Jean Bertrand Aristide, derrocado en 1991, a los siete meses de su triunfo, y repuesto en 1994–, en la sucesión de gobiernos militares y las ineficiencias y opacidades del segundo e inconcluso mandato de Aristide, entre 2000 y 2004. Es de recordar que en ambos momentos y desde entonces hubo iniciativas internacionales de apoyo a la recuperación de Haití con apoyo multilateral: desde la Secretaría General  y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, también desde  la OEA,  la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Comunidad del Caribe. El repertorio de acciones ha incluido fuerzas multinacionales, misiones permanentes de estabilización, de apoyo a la justicia y mantenimiento de la paz, cascos azules, también sanciones y resoluciones, donaciones y programas de cooperación, así como misiones, informes y denuncias en materia de derechos humanos y presencia de observación electoral.

No han faltado la asistencia y la cooperación ante emergencias como las de terremotos, epidemias, sequía, y huracanes. Sin embargo, su eficacia ha sido limitada por su inconstancia, descontrol y dispersión, a la vez que por la combinación nacional de fragilidad institucional, opacidad y corrupción en el manejo de recursos ya de por sí siempre insuficientes.

Valga insistir en que lo crónico de la densa trama haitiana es parte de su tragedia.  No sobra mencionar que es algo que merece especial consideración desde Venezuela, aun salvando las grandes distancias. Lo cierto es que obliga a repensar el recuento a partir de la reflexión sobre lo que toca hacer a los haitianos, junto a ellos, teniendo en cuenta una situación de extrema precariedad, en la que el miedo alienta la desconfianza, la arbitrariedad y la violencia. Quizás es esa expresión –miedo– la que mejor describe, desde adentro, lo crónico de la tragedia. Las desgracias de este momento, que vuelven a convertir en noticia la situación de Haití, ofrecen una nueva oportunidad para mejorar, desde una mayor comprensión, la atención multilateral a un país que no ha cerrado sus puertas a la cooperación internacional.

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