Consumido por el prejuicio antinorteamericano que dominaba entre las élites intelectuales chilenas, mero reflejo del odio contra los Estados Unidos que ha carcomido a las élites latinoamericanas desde tiempos bolivarianos, también yo miraba con menosprecio la vida intelectual norteamericana. Compartía la creencia de que el reino de la filosofía estaba en Alemania, que el ombligo de la cultura estaba en París y que a la hora de especializarme el destino me empujaba a Europa. De allí que a la hora de decidir entre aceptar una beca que me concediera la OEA en 1963, para estudiar historia en México, o darle curso a la beca que me concediera el Instituto Alemán de Intercambio Académico (DAAD, por sus siglas en alemán) para estudiar filosofía en Alemania, no dudara ni un segundo. Con una breve interrupción impuesta por el golpe de Estado que derrocara al gobierno socialista de Salvador Allende, pasé más de 10 años en Alemania.

Los suficientes como para leer y estudiar exhaustivamente a algunos de los más notables pensadores temerarios sometidos a la aguda crítica epistemológica de un joven pensador norteamericano, profesor de pensamiento social en la Universidad de Chicago, Mark Lilla, que demuestra cuán errada estaba la percepción imperante en Chile y América Latina: Estados Unidos es la primera potencia del planeta no solo por sus excelsos guerreros y sus grandes empresarios y hombres de negocio: cuentan con sólidas universidades e institutos de investigación científica de excelencia en todas las ramas del saber. No sin cierta exquisita ironía, uno de sus académicos, Mark Lilla, desenmascara al marxismo que lastra los esfuerzos temerarios de Sartre y Kojeve, de Marcuse y de Brecht, de Michel Foucault y Jacques Derrida. También les dedica sendas miradas críticas a prohombres de la derecha nazifascista europea como Martin Heiddegger o Carl Schmitt. Lo respalda una sólida tradición humanística, mortal enemiga de toda forma de totalitarismo. Que salvara al mundo del nazismo y del comunismo. Dice Lilla: “Lo que marcó a esta asediada tradición liberal fue su lucidez frente a las pasiones políticas modernas y antimodernas que nacieron de la revolución, y su compromiso con una política de mejoras fragmentarias (meliorisme) en una época poco menos que ideal”.

Dotado de una extraordinaria capacidad de aprehender la esencia de los aportes de los grandes pensadores de la época, acompaña a Lilla el desenfado y la falta de sacralidad con la que dichos pensadores sumaron sus esfuerzos al elogio y la alabanza del totalitarismo, al que ni Brecht  ni Sartre le hicieron asco, tratándose del stalinismo soviético, ni Carl Schmitt o Heiddegger ahorraron alabanzas tratándose del totalitarismo hitleriano.

Enrique Krauze, el historiador mexicano encargado de introducir el importante trabajo de Mark Lilla en el mundo hispanoamericano, destaca su importancia en un mundo que sufre de graves falencias intelectuales: “Su libro es un recordatorio de los torcidos caminos que tomaron algunas de las mentes filosóficas más notables del siglo XX y una grave profecía sobre los peligros que acechan al siglo XXI si los intelectuales –esa especie en extinción– renuncian a pensar con honestidad, y a actuar con responsabilidad, en el tortuoso pero irrenunciable ámbito de la política” [¹].

Para nosotros, venezolanos, los resultados de esa renuncia están a la vista. Para los latinoamericanos ya son sesenta los años de la traición de sus intelectuales, algunos de ellos premiados por los suecos con el Nobel de Literatura: acogieron a los tiránicos hermanos Castro no solo con ominosas salutaciones, genuflexiones y desmedidas alabanzas, les sirvieron de alabarderos para imponer la tiranía.


[1] Mark Lilla, Pensadores temerarios, Los intelectuales en la política. Randon House Mondadori, Barcelona, 2004

@sangarccs


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