Todo empezó por la palabra. Transcurrían los primeros meses de mi formación profesional y en lugar de pasar el tiempo con mis compañeros de la Escuela de Letras, dedicaba aquellas tardes a debatir, a polemizar, a contagiarme de filosofía, derecho, estadística y economía en la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos de la UCV. Ocasionalmente, nos sentábamos a leer bajo la sombra de un árbol de chaguaramo los postulados de teóricos como Webber, Popper, Schmitt o Maquiavelo, pero fue a través de Heráclito que empecé a familiarizarme con el término: dialéctica. La confrontación entre un concepto determinado (tesis) y sus propias inconsistencias (antítesis) con el fin de llegar a una resolución (síntesis), a un concepto nuevo, a una comprensión distinta del problema inicial.

En un principio, la dialéctica no fue otra cosa que una técnica conversacional, un método argumentativo similar a la lógica. Quienes se enfrascaban en un debate solían aplicarla al oponer dos razonamientos, contrarios entre sí, con la esperanza de encontrar una verdad. Ese era el único y común objetivo. Hallar, o por lo menos aproximarse a la verdad. Así lo entendieron los griegos y así lo aceptó, también, la inteligencia occidental hasta bien entrado el siglo XIX.

Con la aparición de la obra Fenomenología del espíritu, del escritor alemán Georg Hegel, la dialéctica adquirió otro significado. Ahora no era sólo un instrumento para la conversación y el debate, sino también una forma de concebir la realidad. Por ejemplo, si un sistema caía, si una antigua tradición se derrumbaba, era a causa de sus mismas contradicciones internas que, al quedar expuestas, le restaban legitimidad a ese sistema o tradición vigentes. Lo que se perdía, de hecho, era la fe en el status quo y tras eso sólo podía ocurrir un quiebre, una transformación total del orden viejo en mundo nuevo. Para explicar su enfoque, Hegel invocó a la Revolución francesa, asegurando que en los valores «ilustrados» que la produjeron se encontraba la antítesis del absolutismo monárquico, y en su consecuencia póstuma, el Estado Constitucional, la síntesis del drama revolucionario.

A partir de ese momento, la historia comenzó a ser vista como una fuente inagotable de conflictos, lo que allanó el terreno para que uno de los llamados jóvenes hegelianos —un astuto filósofo prusiano llamado Karl Marx—, empezara a construir su «teoría». Sin embargo, la dialéctica marxista se diferenció rápidamente de la de Hegel gracias a su poco y nulo interés por lo trascendental. Con Marx la «verdad» debía pasar por lo objetivo, lo tangible y no por lo sensitivo o lo mental que, a su juicio, eran experiencias indescifrables. De modo que si existía un conflicto sólo podía darse a nivel material: en la explotación de una «clase» por otra. Así, al prescindir de la parte metafísica, el marxismo hizo de la dialéctica idealista de Hegel una dialéctica materialista. ¿Y qué mejor manera de resolver el problema de la dignidad humana, único obstáculo ante el Terror revolucionario, que arrebatándole al hombre aquello que precisamente lo dignifica, es decir, su carácter moral y espiritual?

Es por eso que a los regímenes marxistas no les suele temblar el pulso a la hora de purgar y masacrar sociedades enteras. Para ellos, cuestiones como la conciencia y el espíritu no representan un problema porque no existen. Por ende, no hay individuo alguno ni cosa que se le parezca. En tal caso, hay masa, ganado útil, materia descartable. Y nada más.

Por suerte, no hace falta esforzarse mucho para notar las mentiras sobre las cuales se cimenta esta falsa filosofía. A diferencia de Hegel, que veía la historia como algo en movimiento, Marx pretendía hacer creer a sus seguidores que, en cualquier era, desde el origen primitivo de la especie, el orden social había sido siempre el mismo: la explotación. Daba igual si se trataba de una tribu del siglo II o de un imperio de ultramar del siglo XV. Todas las sociedades, en caída o emergentes, habían practicado la lucha de clases. Y la solución, desde luego, tenía que ser el marxismo, la pretenciosa hipótesis de una sociedad «edénica» que abarcaría al mundo entero. En esa absurda afirmación de universalidad reside uno de sus tantísimos embustes.

Pero, se preguntarán ustedes, ¿qué importancia tiene todo esto? Bueno, queridos amigos, lo que sucede es que la dialéctica —esta idea tan abstracta que he querido compartir con ustedes el día de hoy— no es otra cosa que el principio fundamental de la ideología. En ella reside la interpretación que cada ideología hace de la realidad.  Así, para adherir a la dialéctica marxista —sin saberlo, por supuesto—, bastaría con que digan: «las relaciones humanas se basan única y exclusivamente en el poder y la economía». Con ello estarían enfrentando intereses opuestos y admitiendo, además, que los vínculos que creamos entre nosotros son siempre hostiles. No habría, entonces, nada superior que nos mantenga unidos. Sólo lucha de clases, en todo momento y en todas partes. ¡Y ustedes recién se enteran!

Este es sin duda el motivo por el cual muchas creencias, aun siendo infames, prevalecen y hasta gozan de prestigio. Compartimos con ellas una visión común y aceptamos, con ingenuidad, su dialéctica.

En el caso del marxismo la cuestión se resume a lo ya dicho. Si queremos exponer sus contradicciones, superarlo como sistema, no basta con denunciar sus desmanes autoritarios o su inutilidad económica. Para desmontarlo, en el discurso y en la praxis, hay que ir al núcleo del asunto. Hay que decir, con voz enérgica y firme, que se trata de una ideología incompatible con la naturaleza humana. Tan sencillo como eso.

Verán, no es la necesidad de comerciar o la intención de someter lo que define nuestra humanidad, sino la capacidad que poseemos para trascender, para superar lo ya alcanzado empleando el intelecto, los sentimientos, el arte, la fe. Nadie nace afín a una doctrina ni milita desde la cuna en un partido. No obstante, todos crecemos dentro de una familia, habitamos un país y participamos de una tradición. Eso nos convierte en miembros activos de la cultura. Dicho esto, ¿es posible interactuar con la cultura sin trascender? Cuando una obra artística nos conmueve, ¿no estamos percibiendo acaso eso que algunos denominan emoción estética? ¿Cómo explicar la bondad, el honor, la honestidad o la responsabilidad sin creer en la existencia de virtudes más elevadas, incomprensibles para quienes sólo pueden ver lo material y lo tangible?

Limitar, como lo hace el marxismo, al hombre en sus deseos y aspiraciones es no entender su naturaleza, es negarla en toda su expresión.

En definitiva, si es incompatible con la realidad, cualquier filosofía es inviable sin importar cuánto y cómo se la pinte. Su verdadero vicio está en la base y al estar viciada su base toda la estructura es inservible. Lo demás es carpintería.

@LPCompartida


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