Por Jorge Castañeda y Carlos Ominami

Conmemorar un golpe de Estado puede ser difícil, sobre todo en América Latina, donde los golpes y los caudillos militares que suelen venir a continuación han sido cosa frecuente. El levantamiento del 11 de septiembre de 1973 que derrocó al presidente democráticamente electo de Chile Salvador Allende podría pasar por uno entre tantos. Pero esta tragedia tiene algunas características únicas, de las que da cuenta el torrente de libros, documentales y comentarios (algunos de ellos, provistos de nuevas revelaciones) que han aparecido al cumplirse cincuenta años del golpe y evalúan la presidencia de Allende, terminada con su muerte prematura. Allende prometió un socialismo democrático: una revolución pacífica con sabor a «empanadas y vino tinto», como se dijo entonces para resaltar el exclusivo carácter nacional de su proyecto político. Un sistema socialista obtenido mediante elecciones libres, en vez de impuesto a la sociedad por la fuerza, constituía una novedad histórica, y en lugares tan lejanos como Italia y Francia se observaba con mucho interés. Hasta el día de hoy, muchos chilenos recuerdan al gobierno de Allende por sus sinceros esfuerzos para empoderar a los marginados.

También es singular la brutalidad con la que el general Augusto Pinochet destruyó el experimento. En América Latina hubo abundancia de golpes, pero nunca se había bombardeado un palacio presidencial, ni se sacó el cuerpo de un presidente de bajo las ruinas. Además, fue un golpe institucional, no el típico levantamiento militar motivado más por la ambición personal que por la ideología: el régimen de Pinochet contó con el apoyo de la totalidad de las fuerzas armadas y de la policía.

Hubo en esto muchos factores implicados. Para empezar, incluso antes de asumir la presidencia, Allende fue blanco de virulentos ataques del gobierno del presidente estadounidense Richard Nixon, orquestados por el entonces asesor de seguridad nacional Henry Kissinger e implementados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Estas intervenciones están muy bien documentadas en el Informe Church, preparado por el Comité Especial de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos en 1975‑76, y en la minuciosa investigación que llevó adelante Peter Kornbluh, analista sénior en el Archivo de Seguridad Nacional.

Pero también era evidente que un proyecto político explícitamente socialista iba a encontrar intensa resistencia, y que para neutralizar los ataques de los conservadores se necesitaba un liderazgo fuerte. Sin embargo, la alianza Unidad Popular de Allende no acompañó sus loables intenciones con acciones coherentes.

Por ejemplo, la política del gobierno de estimular la economía aumentando el consumo era insostenible. Sin un incremento de las inversiones, era inevitable que esa estrategia creara una bonanza pasajera que terminaría en escasez, mercado negro e hiperinflación.

Por otra parte, la coalición de Allende prestó poca atención a la esfera internacional, definida en ese momento por la Guerra Fría. Junto con la adopción de una retórica anticolonialista, el gobierno de Allende estrechó lazos con Cuba, de lo que sirve de ejemplo la visita de 23 días que en 1971 realizó al país Fidel Castro; intentó sin éxito establecer una relación privilegiada con la Unión Soviética; y chocó con Estados Unidos, que opuso firme resistencia a la expropiación de empresas estadounidenses con poca o nula indemnización.

Pero el mayor error de Allende fue no reunir suficiente apoyo político y social para su proyecto de cara a una intensa presión externa e interna. Tuvo una oportunidad de construir una coalición amplia: en la elección presidencial de 1970, Allende y Radomiro Tomic (el candidato de la democracia cristiana) presentaron plataformas similares que en ambos casos proponían profundas reformas estructurales. Allende hablaba de la «ruta chilena al socialismo», Tomic hablaba de una «vía no capitalista al desarrollo». Entre los dos obtuvieron el 64,7% de los votos.

A pesar de una aparente semejanza de ideas en lo referido a asegurar la «unidad social y política del pueblo» (según las palabras de Tomic), los democristianos se alinearon con el Partido Nacional (de derecha) para formar un potente bloque opositor. Allende no consiguió hacer la cuadratura del círculo: llevar adelante una revolución democrática y pacífica con apenas el 37% de los votos.

Sin una alianza fuerte entre el centro y la izquierda, los intentos democráticos de reconfigurar las estructuras de poder están condenados al fracaso. Esto lo entendió muy bien Enrico Berlinguer, ex secretario general del Partido Comunista Italiano (el más grande de Occidente), que el mismo año del derrocamiento de Allende propuso un «acuerdo histórico» con la democracia cristiana y otros partidos políticos italianos.

Hoy que parece que el presidente Gabriel Boric ha asumido la tarea de continuar el legado de Allende, la enseñanza central de la fallida ruta chilena al socialismo es más pertinente que nunca. En marzo de 2022, antes de entrar al palacio presidencial, Boric rompió el protocolo para inclinarse ante una estatua de Allende. También prometió reabrir «las grandes alamedas» hacia «una sociedad mejor», como predijo Allende que otros harían en su famoso último mensaje al país. Puede que esté surgiendo una «nueva vía chilena», capaz de resolver las tensiones sociales en el contexto de la democracia y satisfacer el extendido deseo de cambio institucional.

Pero los dieciocho meses de Boric en el gobierno no han sido fáciles. Poco después de su asunción, los votantes expresaron un rotundo rechazo al primer borrador de una nueva constitución, redactado por una convención con mayoría de miembros independientes y de izquierda. El excesivo énfasis del borrador en prioridades progresistas como la protección ambiental y los derechos de los pueblos indígenas resultó demasiado radical para la mayoría de los chilenos. En diciembre se someterá a un segundo referendo un nuevo borrador de constitución, elaborado por una convención donde la ultraderecha tiene una gran mayoría, y el resultado todavía es incierto. Además, las reformas tributaria, previsional y sanitaria propuestas por Boric no han pasado el filtro de un Congreso cada vez más hostil.

A pesar de haber obtenido 55,9% de los votos, Boric ha tenido dificultades para convertir su mayoría electoral en una mayoría legislativa. Ahora enfrenta el mismo desafío que Allende hace cincuenta años: cómo transformar la sociedad por medios democráticos sin una coalición política amplia. Boric tiene que aprender del experimento de Allende y forjar alianzas fuertes; y tiene que hacerlo pronto, ya que las encuestas muestran una creciente nostalgia por la dictadura de Pinochet, de lo que da muestras la popularidad de la ultraderecha liderada por José Antonio Kast. Si no lo hace, un gobierno que lo quiso todo puede quedar una vez más teniendo nada.

Jorge G. Castañeda, excanciller de México, es profesor de la Universidad de Nueva York y autor de America Through Foreign Eyes (Oxford University Press, 2020).

Carlos Ominami fue ministro de Economía en el primer gobierno democrático posterior a la dictadura de Chile.

Copyright: Project Syndicate, 2023.

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