El chavismo ha ido siempre al margen de la legalidad y no hay razón alguna para pensar que dejará de hacerlo. Con Chávez hubo ya numerosas violaciones del orden constitucional recién instaurado por él y sus seguidores en el llamado proceso de “reinstitucionalización” de la patria: utilización de bienes y recursos del Estado con fines políticos; expropiaciones sin juicio y sin indemnización de empresas industriales y fundos agrícolas; formación de grupos paramilitares para reprimir a la oposición con saldo de muertos y heridos; violación de los derechos humanos de opositores considerados como “enemigos de la patria” o de la “revolución” y no como adversarios políticos; delegación de atribuciones del Poder Legislativo en el Poder Ejecutivo para evadir el debate de los asuntos públicos  y el control parlamentario; supresión de programas y de medios de comunicación adversos; irrespeto permanente a los líderes opositores y a figuras importantes de la sociedad venezolana, etc.

Con Maduro se alcanzó la cima de la ilegalidad. Cinco gravísimas transgresiones a la Constitución definirán por siempre su desastrosa gestión: 1) Inhabilitación de la Asamblea Nacional elegida en 2015 con mayoría opositora de dos tercios; 2) Bloqueo del referéndum revocatorio del mandato presidencial (2016) establecido en la Constitución Nacional; 3) Convocatoria inconstitucional (por decreto) y con fraude electoral (abultamiento de votos) de una Asamblea Nacional Constituyente (2017) con poderes plenipotenciarios integrada totalmente por afectos al régimen. 4) Manipulación de las elecciones de alcaldes, gobernadores y presidente (2017 y 2018) para inducir la abstención opositora y monopolizar el poder nacional, estatal y municipal. 5) Designación inconstitucional del CNE e intervención de los partidos políticos de oposición para falsear las elecciones de la nueva AN de 2020.

Esas acciones configuraron un golpe de Estado sostenido y solo por eso Maduro es presidente. Para ello fue indispensable la complicidad de la Fuerza Armada Nacional (suprimo lo de “Bolivariana”). Los militares del frustrado golpe de 1992, Chávez y su grupo, pactaron con la izquierda pro-cubana que ansiosamente buscaba un caudillo, un comandante, un Fidel venezolano, que la mandara y a quien rendir pleitesía. La crisis económica y política de los años ochenta y noventa los catapultó, unidos, al poder. Como sucede con este tipo de componendas, los militares terminaron imponiéndose (sucedió ya en 1948). Eso quedó en evidencia en las recientes declaraciones del ministro de Defensa, Padrino López, quien proclamó urbi et orbi que mientras ellos, los militares revolucionarios, antiimperialistas y chavistas estén allí, en el poder, la oposición venezolana no gobernará en Venezuela. Más claro no canta un gallo.

Creemos que Venezuela ha tocado fondo en este largo, profundo y doloroso hundimiento y que es hora de impulsarnos hacia arriba para respirar. Hay tres salidas posibles al desastre nacional: a) la insurrección popular, b) la intervención externa y c) la disolución de la coalición gobernante. Por razones obvias descartamos la salida electoral. La insurrección popular, por ahora, está desechada. La clase media, que ha sido el único factor de lucha contra el régimen, se encuentra agotada y disminuida, con una dirigencia política fraccionada, enfrentada y en parte postrada a los pies del régimen. La intervención extranjera es costosa, complicada y poco probable, salvo que ocurran hechos muy graves entre Estados Unidos y el terrorismo internacional auspiciado por Irán, país asociado muy estrechamente con Maduro.

La tercera salida, la disolución del pacto chavista, sería la salida más racional, limpia y deseable. Por su propio bien, las cosas deben cambiar en el interior de la FAN. Su actual mando supremo la desnaturaliza y la pone en grave peligro. Una intervención militar externa amenazaría su existencia. Podría desaparecer como ocurrió en Panamá. Si los militares, como ellos mismos lo saben, son los grandes culpables de lo que está pasando en Venezuela, corresponde a ellos, para recuperar su honor, y por mandato constitucional expreso, reponer la democracia y el Estado de Derecho. Si una nueva oficialidad democrática e institucionalista se impone sobre la cúpula radicalizada que secuestró y desnaturalizó a la institución y le niega su apoyo a Maduro, como ocurrió el 23 de enero de 1958 con Pérez Jiménez, el problema nacional se resuelve de forma inmediata y pacífica. Si eso no sucede en un plazo muy corto, máximo en uno o dos años, sabe Dios qué pasará en Venezuela. Lo único evidente es que los votos no son la solución. Si así fuera, habríamos salido hace tiempo de esta tragedia.


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