Yair Lapid y Benjamin Netanyahu

En lugares tan distantes geográficamente como Israel y Perú, con trayectorias políticas muy alejadas el uno del otro, están sucediendo contemporáneamente ejemplos de inusuales alianzas y apoyos por encima de profundas diferencias ideológicas y políticas en pos de un objetivo prioritario que parece imprescindible.

Es el caso de la muy heterogénea alianza que se ha propuesto lograr el  opositor  centrista laico israelí Yair Lapid, líder de la segunda fuerza política de su país,  quien en su decidido propósito de desplazar a Netanyahu en su prolongado  ejercicio del poder, ha consolidado una heterogénea alianza entre ocho partidos. que van desde la izquierda hasta la derecha liberal, incluyendo el laborismo y partidos de centro-derecha, hasta el apoyo del partido árabe Raam liderado por Mantzur Abbas, agrupación que por cierto había sido incluida en el juego político por Netanyahu en su intento fracasado de formar gobierno, pero que ahora ataca virulentamente, acusándolo de defensor de terroristas.

Se unen motivados por lo que consideran la urgencia de alejar lo antes posible del poder a Netanyahu, a quien consideran responsable de una gravísima crisis política, social y moral que se vive en Israel, quien además de graves acusaciones de corrupción, ha puesto en riesgo la institucionalidad democrática, sembrado el odio y  dividido profundamente a la sociedad.

Es de destacar que para lograr ese objetivo colectivo, Lapid ha sacrificado sus aspiraciones personales al aceptar que los primeros dos años del gobierno que pretende constituir, sea Naftali Bennett, el líder del partido ultranacionalista Yamina -de quien además de una gran diferencia ideológica también supera en votos- desempeñe la jefatura del gobierno, tras los cuales sería relevado por él o su número dos, Ayelet Shaked.

En nuestro cercano Perú, después de una prolongada crisis política en la que el último período presidencial que se inició con Pedro Pablo Kuczynski  en 2016, fue desempeñado por cuatro mandatarios, debido a renuncias provocadas por acusaciones de corrupción, se dieron unas elecciones donde se presentaron 19 candidatos, la mayoría sin trayectoria política, de los cuales llegaron al balotaje Pedro Castillo, un desconocido  maestro rural  sin experiencia política con una primitiva retórica izquierdista antisistema, y la  muy conocida y controversial Keiko Fujimori, exponente del fujimorismo, no solo por haberse desempeñado como primera dama del Perú en la refutada presidencia de su padre entre 1994 y 2000, sino por su posterior carrera política como congresista y como líder máxima de Fuerza Popular, partido de ese sector. Quien además en varias oportunidades ha sido detenida y absuelta por acusaciones de corrupción.

A diferencia de Israel, la alarma ante el peligro que representa para el Perú la ignorancia, la improvisación y el revolucionarismo del discurso de Castillo, no ha sido enfrentada en alianzas, debido a la dispersión política que se vive en ese país que llevó  a  la presentación de 19 candidatos.  La voz más autorizada para frenar el avance de Castillo ha sido la de Mario Vargas Llosa, quien puso fin a su enfrentamiento de más tras 30 años con el fujimorismo, para liderar un llamado desesperado a votar por Keiko Fujimori, como el mal menor.

Cuando escribo estas líneas, los resultados electorales del Perú siguen contándose voto a voto aunque parecen dar por ganador a Pedro Castillo y en Israel no se sabe si la heterogénea alianza gestada por Lapid sobrevivirá las argucias de toda índole de Netanyahu por hacerlas naufragar. Aún así rescato de estos ejemplos dos aspectos que considero ejemplares:

Uno de ellos es el de sacrificar, o diferir, las aspiraciones personales por el bien común como es el caso de Lapid.

El otro, común a los casos específicos de  los apoyos electorales de Perú e Israel, es saber ubicar el objetivo primordial que guiará la acción política, a la hora de elegir liderazgos, establecer alianzas o negociaciones.

Enseñanza importante para la dirigencia política venezolana, en especial para los “principistas” -algunos en el dorado exilio madrileño- que sacan el pañuelo impoluto ante modificaciones en las estrategias, o el anuncio de diálogos o negociaciones. Pero también para aquellos dirigentes que privilegian sus objetivos personales, o se reparten los pollos antes de nacer. Siempre hay algo que aprender.


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