El 14 de julio de 1936, el prestigioso escritor venezolano Arturo Uslar Pietri condensó en brevísimo aforismo lo que, a su criterio, representaba el germen de una sana y edificante política económica. Había que “sembrar el petróleo”, afirmó, frente a un país que aún se devaneaba entre la honorable insuficiencia de su pasado agrícola y el crecimiento acelerado de un sistema basado en la renta, es decir, en la explotación inmediatista de productos no renovables.

Así, la preocupación de Uslar pasaba por el afianzamiento de una economía no productiva sobre las bases de un capital transitorio. La siembra del petróleo, por el contrario, proponía una sabia administración de los recursos, gestionar la aparentemente inagotable abundancia con riguroso criterio de escasez. De modo tal que los ingentes beneficios de la renta no tuvieran otro propósito que el de sentar las bases de una economía diversificada: facilitando créditos para el progreso sostenible de otras industrias (agrícola, ganadera, energética, turística, financiera), estableciendo una infraestructura símil a la de los países desarrollados —sin dependencia forzosa a un sólo sector productivo— y, sobre todo, haciendo de la riqueza rentista una riqueza complementaria de cara a una auténtica riqueza productiva .

Ahora, queda claro que esto no fue lo que ocurrió en Venezuela. Por el contrario, la ceguera ideológica y la visión cortoplacista del liderazgo político, desde 1945 hasta nuestros días, se valió del rédito minero para la gestación deliberada de un Estado clientelista, interventor, propenso a la inmoralidad y tendiente a la improvisación. Un Estado que hizo de la ganancia petrolera su caja chica en épocas de bonanza y del abuso fiscal su solución en tiempos de escasez. Un Estado artificioso, y en su base, una “nación fingida” que, en medio del festín de dólares no fue capaz de resolver los problemas más significativos de ayer y de hoy: la pobreza, tan inmisericorde ahora como en 1906 y la falta de instituciones serias e independientes.

Durante décadas, mientras la corriente de oscuro maná brotaba y se extendía como un torrente a lo largo y ancho del hemisferio, Venezuela fue vista como ejemplo de solidez democrática por toda suerte de países, dirigencias y gobiernos. Bastaba con que hubiera elecciones y alternancia bipartidista para “garantizar” la fortaleza del sistema, aún a expensas de un presidencialismo excesivo, de la poca o nula autonomía de los poderes públicos y de los altos niveles de violencia y corrupción político-sindical que nos han caracterizado a través de los años. La situación actual, desde luego, le está pasando factura al continente entero.

Soy consciente, por otro lado, de que existen análisis mucho más profundos, más exhaustivos, sobre los efectos de la industria petrolera en la cultura venezolana que esta síntesis humilde. Estoy seguro de que ocurrirá lo mismo con el caso argentino y su ganadería o con el chileno y su economía extractiva, pero creo que lo verdaderamente relevante es observar cómo una comprensión equivocada de los valores que edificaron nuestra cosmovisión occidental puede tener consecuencias catastróficas para el bienestar de las naciones.

Ocurre, por ejemplo, con el concepto de democracia.

Para empezar, la democracia no es una idea abstracta y compleja, investida de ardua filosofía. Es, de hecho, bastante precisa en sus demandas, transparente en los derechos que defiende y minuciosa en los deberes exigidos. De ahí que, en primer término, reluzca su carácter institucional. Sin instituciones fuertes, responsables, saneadas de la influencia distorsiva de los partidos, capaces de existir por encima de lo meramente transitorio, abocadas al cumplimiento efectivo de las leyes, a saber, a la custodia real de un Estado de Derecho, es imposible hablar de democracia. Estaremos siempre en el plano de lo potencial, de lo que es posible y no de lo que es. En segundo lugar, para que haya democracia tiene que haber demócratas, hombres y mujeres que se sepan dignos del título de “ciudadanos” y actúen en consecuencia. De igual manera, la democracia no es electoralista ni partidocrática. ¿Hay en ella elecciones y partidos? Sin duda alguna, pero también procesos de intervención y cooperación ciudadana, modelos de transparencia política, organizaciones no gubernamentales y activismo independiente.

El caso venezolano es interesante porque, en cierto modo, parece ser la “crónica de una muerte anunciada”. El mismo Uslar llegó a decir, ya adentrado en su vejez, que era el nuestro un “país de oportunidades perdidas”.

Creo, sin embargo, que ante nosotros se avizoran nuevas oportunidades. No sólo para los venezolanos, sino para toda la región. Por eso es importante que el resto de la América Hispana sepa ver con inteligencia y buena metodología cuanto ha ocurrido y sigue ocurriendo en Venezuela, así como los peligros que entraña el hacer política superficial e inmediatista. Toda nación requiere un proyecto multigeneracional, un gran esquema sobre el cual obrar, un destino manifiesto que sirva para agrupar y conducir en un solo sentido a millones de seres humanos hacia el mejor futuro posible.

El buen presente, tanto como el buen futuro, requieren de una comprensión clara del pasado. Esto es así porque, a final de cuentas, la historia no es otra cosa que un manual para la vida.

 


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